Era bastante previsible que Audrey Hepburn y Hugh Grant aparecieran más de una ocasión en la selección purgante de comedias románticas. Por otro lado, no descartemos que pueda desencadenar una insurrección la ausencia de When Harry Met Sally, Annie Hall y la infravalorada 10 Things I Hate About You en la lista final.
Roman Holiday (1953, William Wyler)
Una de las tantas variantes de la mentira es hacerse pasar por alguien más, alguien que no se es en realidad. Sin un propósito desconcertante: sólo escapar de las garras de la incomodidad que proporciona una vida colmada de cosas que nos revientan la calma. A través de esa ausencia de verdad, construir un espacio distinto, distante y temporal, que sabemos que terminará apenas nos demos cuenta que eso en que decidimos convertirnos no está hecho para nosotros. Muchos menos si eres una princesa que acaba de escapar a las garras de su seguridad para tener algo de libertad y normalidad, aunque ello le cueste lo poco que había tenido de dicha. Y en ese recorrido extraño, suponiendo el riesgo de todo, suena natural conocer a un hombre, o que un hombre te encuentre y de alguna manera te ponga en sus manos. O tú en las de él. O que ese músculo de la atracción haga de las suyas y de pronto se encuentren, ambos, envueltos en un deseo efímero, con caducidad, pero real, tangible, hecho de la pureza del encuentro que se sabe sincero a pesar de su ilegitimidad. Complicidad que fue creada para el momento; que después, quizás, devendrá en un sutil encuentro con la tristeza y el embargo por una nueva soledad. En Roman Holiday, William Wyler, bajo el argumento fantástico de Dalton Trumbo, propone una especie de encanto mentiroso, veraniego, que no se agota por completo en el amor sino también en la complicidad, digna, quizás, solamente de un encuentro en Roma.
Funny Face (1957, Stanley Donen)
Una joven librera. Un fotógrafo neoyorquino. Una revista de moda. Audrey Hepburn y Fred Astaire, junto a los más bonitos e icónicos panoramas parisinos, pintaron el sueño de vivir en París. Tenía diez años cuando mi mamá me la enseñó por primera vez. Obra realizada por Stanley Dohan y reconocida como hito en la carrera de la joven Hepburn de aquella época, no podía haber existido más yuxtaposición entre las escenas de color pastel, la perfección de los vestidos y peinados, las tormentas tropicales y el barrio mugroso de Curepipe, Mauricio en el que crecí. Para mi mamá, experiodista de moda y modelo, la película siempre fue recuerdo de las razones por las que entró en un ámbito laboral que, al final, terminó en decepcionarla bastante por su elitismo e incongruencia con la vida real. Ámbito con un alcance del cual siempre quiso proteger a sus hijas: mi hermana y yo, pequeñas, mestizas y morenas que éramos en aquella época. Recuerdo lo que sentí viendo la película. Bueno, lo que siento aún cuando estoy resfriada, cansada o con algún otro mal que necesite que me consienta un rato con una hora cuarenta y tres minutos de vestidos perfectos, coreografía y danza interpretativa en un bar parisino clandestino. El escape perfecto. Un estallido de lindura. Una historia y un lugar en que existe la belleza, el arte, la empatía (gran tema del filme) y un París sin huelgas o basura en la calle. Para una niña como la que yo era, en un país (quizás un mundo) en el cual solo existía un patrón de belleza, ver a la delgadita, torpe protagonista de pelo y ojos oscuros era una revelación. Ayudó a que mi mamá le encantara cantarme el tema (I love your funny face, your sunny, funny face); hábito que reproduje cuando tuve mis hijas, a mi también delgaditas, torpecitas y mestizas; y aterrizando en una familia y un país lleno de grandes rubios con los ojos azules. Hoy vivo en París, y sé que el cuento de hadas de Jo (Hepburn) nunca será el mío. Sé que el empaticalismo es una invención hollywoodense, que los bailes imprevistos e interpretativos provocan más miradas preocupadas que de admiración. Sé que los bares de poesía y arte están cerrados por la pandemia de COVID-19. Pero hoy, llegando a trabajar a mi salón de clase, con la Torre Eiffel en frente y el Sena corriendo junto de mi edificio Haussmaniano, confieso, que no pude contenerme el susurrarle un Bonjour, Paris! Sí, un susurro a la nada, pero un susurro surgido desde el corazón.
The apartment (1960, Billy Wilder)
Así como Noah Baumbach se miró descaradamente en el espejo de Ingmar Bergman para rodar Historia de un matrimonio, Woody Allen hizo lo propio con Billy Wilder en Café Society. En todo caso, a ninguno se le puede reprochar no haber alcanzado la grandeza de Secretos de un matrimonio y El apartamento. Esta última puede que sea la mejor comedia romántica de la historia, una gesta menor si tomamos en cuenta que para muchos se trata, incluso, del mejor guión jamás escrito. La llave de una apartamento se convierte en la metáfora cruda y perfecta de la soledad más descarnada, el arribismo social, la precarización laboral y la imposibilidad de un hombre de sentirse digno, amado y respetado. Las pizcas de ese humor melancólico e inteligente que se asoma para soportar los diálogos son la herencia más grande de Wilder. Resulta especialmente inolvidable aquella escena en la que el taciturno C.C. Baxter, interpretado por el mejor Jack Lemmon, se aproxima a la señorita Kuelick para decirle que, hasta antes de encontrar sus huellas en la arena, solía vivir como Robinson Crusoe, naufragando entre ocho millones de personas. Ya lo dijo Fernando Trueba, cuando recogió el Oscar a Mejor Película Extranjera por Belle Époque: «Quisiera creer en Dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder».
Chungking Express (1994, Wong Kar-wai)
Todo caduca. Las relaciones son efímeras. Queda el recuerdo. La tragedia es solitaria, desolada, pero también llega a ser comedia cuando la cotidianidad de los protagonistas de esa misma tragedia representan con paroxismo un placer que ronda por el aire del entorno. Es el deseo de vivir el sueño de estar con el polo que satisface los pensamientos vehementes del amor (ocasiona situaciones inolvidables, pero también olvidables). Cuatro historias paralelas en un Hong Kong afectado por la urbanización y la monotonía de la población, dos amores imposibles que parten de distintos oficios, pero siguiendo una misma clase social; por un lado, tenemos a dos policías ejemplares en su oficio; por otro lado tenemos a una mafiosa —que es solitaria dentro de su contexto— y a una mujer extrovertida —ayudante de una tienda de comida rápida—. Cada personaje vive un desamor, un sentimiento de abandono cuando su relación caduca —llegando a hacerlos amantes de su mismo yo—. En matemáticas hay un término que se conoce como «asíntota», que es una cosa que se desea —y que se acerca de manera constante—, pero nunca llega a cumplirse; Chungking Express, del estilista Wong Kar-wai, controla a los protagonistas con este sentimiento, los hace dueños del mismo y deja que sus propias vivezas los afecten y beneficien dependiendo la situación, a tal grado que el espectador se divierte al sentirse identificado con esas historias incisivas y puntillosas. Kar-wai busca retratar la sencillez del amor, pero también su fantasía y tragedia —esta última la romantiza—; es por su manera tan cuidadosa y silente de adaptar aquellos relatos que pasan delante de nuestros ojos, pero que no nos damos cuenta por las distracciones del exterior, que hace una película abierta y sensible, acompañada de una banda sonora memorable para el sentido auditivo de la audiencia.
Four Weddings and a Funeral (1994, Mike Newell)
David Cassidy (Nueva York, 1950 – Fort Lauderdale, 2017) fue un cantante y guitarrista norteamericano, pero su salto a la fama fue a través de una serie televisiva en la primera mitad de los años setenta, The Patridge Family (La familia Patridge). Ahí interpretaba a uno de los hijos de dicha familia que se aventuran en un proyecto musical. La serie estaba basada en The Coswills, una familia de músicos de finales de la década de los sesenta. En el primer episodio de la serie, los Patridge interpretaron una canción, «I think I love you», que logró alcanzar la primera posición en la lista de sencillos pop de la revista Billboard. La historia viene a cuento por la escena que resulta columna vertebral del filme dirigido por Mike Newell, Cuatro bodas y un funeral (Four weddings and a funeral, 1994). El diálogo que sostienen Charlie (Hugh Grant) y Carrie (Andie Macdowell), en donde de forma torpe, nerviosa, espiral (algo en lo que el arriba firmante es experto), pero con una grandísima sensibilidad, Grant le informa a MacDowell que está enamorado de ella. La escena, de una bella hechura, incluye en el parlamento una referencia puntual a la canción arriba mencionada: …ehh. I really feel, ehh, in short, to recap it slightly in a clearer version, eh, the words of David Cassidy in fact, eh, while he was still with the Partridge family, eh, “I think I love you,” and eh, I-I just wondered by any chance you wouldn’t like to… Eh… Eh… No, no, no of course not… I’m an idiot, he’s not… El resto de la película, lo que precede y lo sucesivo —las bodas y el funeral que se anticipan desde el título—, giran en torno a este punto, esquivando con un toque lleno de elegancia y humor la forma en que se pueden expresar los sentimientos.
Before Sunrise (1995, Richard Linklater)
Una trama minimalista y de bajo presupuesto deviene en una película de corte independiente, aunque eso no le resta belleza. Al contrario de lo que dijo Picasso: la inspiración no siempre te encontrará trabajando, también te puede encontrar viviendo. Año 1989, Richard Linklater, creador y director de la película, entra a una tienda de juguetes en Filadelfia y conoce a una chica con la que pasa la noche hablando y paseando. Dicha historia sirvió de inspiración para Before Sunrise, la primera de la trilogía Before, estrenada en el Festival de Sundance de 1995 y ganadora del Oso de Plata en Berlín a la mejor dirección. Un chico estadounidense (Ethan Hawke) y una chica francesa (Julie Delpy) se topan en un tren con destino a Viena y deciden conocer la ciudad. Ambos caminan y hablan sobre la vida, amor, sexo y muerte, sin intensidad y cursilería. Ahí se entremezclan dos formas de ver la vida, con un aura de realidad y autenticidad. La película retrata la transición hacia la adultez y los pensamientos inherentes a ello. Resulta muy interesante percibir cómo la conversación evoluciona y se vuelve cada vez más íntima, sin dejar de mantener la ligereza que supone el que tal vez nunca vuelvan a verse.
Notting Hill (1999, Roger Michell)
Varias personas a lo largo de la historia han discurrido sobre lo que implica el concepto del amor. Desde Diotima hasta Bell Hooks. Pero qué puede ser más romántico que tener una librería y vender solamente libros de viajes. Es casi como un testamento político frente a la sociedad consumista y al éxito que proyecta. Por eso, el personaje de William Thacker (Hugh Grant) nos despierta tanta compasión. Y es por eso también que cuando la actriz de fama internacional, Anna Scott, (Julia Roberts) entra a la librería, todo cambia. Sin duda, una de las comedias románticas más emblemáticas de los noventa, no solo por el soundtrack, sino también porque plantea la colisión de dos universos distintos. La dirección de Roger Michell hace lo justo para traernos, junto con el reparto de actores secundarios, una historia que invierte el mito de la cenicienta, tal y como se plantea en el maravilloso discurso que Anna Scott dice al final. Después de todo, somos como el Dr. Yuri Zhivago, que creía que un poema podía curar el desamor.
High Fidelity (2000, Stephen Frears)
A principios de siglo, Stephen Frears y el actor John Cusack llevaron al cine el best-seller de Nick Hornby, High Fidelity, donde se cuenta la historia de un joven que está pasando por dos fracasos: las bajas ventas de su tienda de discos ubicada en un barrio de Chicago y el fracaso amoroso de su última relación; a partir de allí Rob (Cusack) comienza a realizar un Top 5 de «las relaciones que más le rompieron el corazón». Una comedia que conjuga temas tan complejos como típicos: la madurez, el amor y desamor, las relaciones familiares, la monogamia. Frears y Cusack logran una película muy apegada a la novela; algo probablemente sencillo, pues la narrativa de Hornby tiene mucho de cinematográfica. Sin embargo, no deja de tener algunas diferencias en la ambientación, dándole a la película su propio universo. High Fidelity invita, al llegar a los créditos, a realizar un ejercicio similar con nuestras relaciones. Si el libro se ha convertido en un clásico, la película, creo, ha corrido con la misma suerte. Ninguna debe faltar en la colección de buen lector y cinéfilo.
Amélie (2001, Jean-Pierre Jeunet)
Parece mentira que el mismo tío que revitalizó el mito del romanticismo francés fuera el mismo que, unos años antes, consiguiera el fracaso más estrepitoso de la franquicia Alien (hasta la fecha). Es muy probable que los millenials la recuerden con cariño, pero ¿alguien la ha vuelto a ver desde entonces? De no ser así, hacedlo. Es una puta locura. Al igual que el amor. Un juego psicótico de lo más humanista, cuya culminación se basa en encontrar a la persona ideal. Más o menos como en el mundo real. Ahora, podemos dar gracias a que un personaje como Amélie dedicara sus horas a encontrar un tío que se encontró en un fotomatón y no a otra cosa, ya que en cuyo caso, aparecería en las recomendaciones de Netflix si has visto cosas como I am a killer o algun otro documental perturbador sobre asesinos en serie. ¡Qué mujer tan intrigante! Lo que pone en relieve la cinta francesa no es el romanticismo per se sino la obsesión enfermiza que tiene el ser humano ante la inminencia de la soledad. Esto es serio. Lo que años atrás considerábamos una película para pasar el rato se ha convertido en un paradigma de lo más filosófico. ¿Es el amor la culminación de una serie de actos desmedidos y macabros para atraer la mirada de aquellos a quién amas? ¿O más bien es el hecho de que la persona amada te corresponda sin tener en cuenta todas las estupideces que hayas podido cometer? Y mira que las hay grandes. Pensadlo, porque no todos lo hacen. Y luego… pues pasa lo que pasa.
Bridget Jones’s Diary (2001, Sharon Maguire)
Una solterona y fumadora de 32 años, con unos kilos de más, tiene un trabajo estable en publicidad y un piso en propiedad. Sin embargo, la trama es su estado civil. Su objetivo no es buscar un trabajo mejor, ya que no la toman en cuenta, o mejorar su salud, pues tiene un problema con el tabaco. Su principal conflicto son los hombres. ¿Cómo se da cuenta de ello? Por un comentario de nuestro querido Señor Darcy. Justo en ese momento se da cuenta de que tiene que haber un cambio en su vida para no morir sola, gorda y alcoholizada; así empieza su nuevo diario enmarcando dos propósitos y el mantra del novio perfecto: “Encontrar un novio amable y sensato, y no seguir estableciendo lazos afectivos con ninguno de los siguientes tipos: alcohólicos, adictos al trabajo, fóbicos al compromiso, mirones, megalómanos, gilipollas emocionales o pervertidos. Y, sobre todo, no soñar con una persona en concreto que encarna todas estas cualidades”. Ojo, adoro a Bridget y me siento identificada con ella, pero “amiga, date cuenta” y aunque con la esfera del humor inglés te haga pasar un buen rato, en la realidad lo tenemos francamente jodido con tanto Daniel y Marc.
Serendipity (2001, Peter Chelsom)
Se llama serendipia al descubrimiento o hallazgo afortunado e inesperado que se produce de manera accidental o casual. Vaya, según internet. Y este es justo el tema central de la comedia romántica y cliché hollywoodense Serendipity que, por ahí del año 2000, nos envolvió en una historia de amor, casi instantáneo y predestinado entre los personajes principales, a los que les dieron vida John Cusack y Kate Beckinsale. En su primer encuentro, una mera casualidad en una tienda departamental en Nueva York, Jonathan y Sara comparten una velada en la que, más que amor, se llenan de atracción, chispas y magia. Ya saben, todas esas emociones que se insertan en el guión. Al despedirse, dejan al azar la posibilidad de volverse a encontrar, “Si estamos destinados a vernos de nuevo, así sera”. La seducción del filme es la llamada fuerza del destino que te lleva casi involuntariamente a encontrar, sin buscar, a ese alguien. Tal vez todos hemos pasado por ahí. De aquí que las comedias románticas, generalmente, tocan alguna parte tuya que busca esa idealización del amor, sobre todo, si eres todo un adolescente como lo era yo cuando me crucé con esta película. La idea de sentir que hay alguien afuera con quien tienes una conexión inexplicable y que la vida se encarga de encontrarte parece muy atractiva, aún más si es por azares del destino. ¿Si es para ti, será? No lo sé, aún sigo descubriéndolo, pero yo creo que sí.
Eternal Sunshine of the spotless mind (2004, Michel Gondry)
Es una película romántica de 2004, pero también una distopía fácilmente asumible por la actualidad. Clementine y Joel tienen una relación tan íntima como emocional y conflictiva en la que no dejan de salir monstruos de los pasados de ambos: el miedo a estar sola y a envejecer por parte de Clementine y el terror al rechazo y al ridículo por parte de Joel. Este cóctel molotov sólo podía terminar en la peor de las rupturas, con la salvedad que el filme, en este caso, se centra en las consecuencias de este desamor como las de cualquier borrachera. Y es que es primero Clementine (Kate Winslet) quien acude a Lacuna, una empresa encargada en el borrado de recuerdos de sus clientes. Se ve en la sala de espera personas desesperadas por borrar a sus perros, a sus seres queridos difuntos, a sus traumas. No hablamos, pues, de una comedia romántica al uso, sencillamente porque tiene poco de comedia y lo poco de romanticismo (el querer pese a todo, el darlo todo, revivir hasta lo dañino, etc.) no se vislumbra hasta el resignado final. Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (terriblemente traducida como Olvídate de mí en España) es una película de imágenes bellas y un guion poderoso, (¿Quién no ha querido borrar recuerdos o hechos?) con Kate Winslet interpretando lo que muchos después dirían que encarnaría el estereotipo de “Pixie girl”, el tipo de personaje femenino tan odioso como atractivo por su inmadurez y excentricidad. Tal como la describe el propio Joel Barish (Jim Carrey): “Creo que si existe una cualidad realmente seductora en Clementine es que su personalidad promete sacarte de tu mediocre vida mundana, no sé, es como subirte en un increíble meteorito ardiente que te llevará hasta otro mundo, un mundo donde todo es emocionante.” Y es que en un mundo en el que las personas somos seres consumibles y en el que abundan las relaciones con fecha de caducidad da miedo una relación tan íntima, poliédrica e imperfecta como la de Joel y Clementine. Lo que el guion de Charlie Kaufman nos defiende es que muchas relaciones destruyen y deconstruyen, da igual si logramos recordar lo que nos ha dolido o no: volvemos a ellas a por noches reversibles, demos o no con la tecla que las (y nos) salva. Se puede olvidar lo que pasó, pero no cómo se sintió.
One Day (2011, Lone Scherfig)
One day, o mejor conocida en español como Siempre el mismo día, es una película dirigida por Lone Scherfig, directora y guionista danesa, basada en la novela homónima del novelista inglés David Nicholls. La soledad y el bullicio, la escasez y los excesos, el conformismo y la perseverancia contrastan y protagonizan la historia de un amor desde el valor de la amistad y la aceptación. Anne Hathaway personifica a la tenaz e idealista Emma Morley, mientras que Jim Sturgess encarna al inmaduro y mujeriego Dexter. Ambos personajes rayan en los roles de género y en el cliché de la idealización del amor a pesar de las dificultades. Sin embargo son sus decisiones y equivocaciones lo que los convierte en reales y no sólo en víctimas de su destino. Los brincos temporales en los que inevitablemente se cruzan cada 15 de julio, desde el año en que se conocen 1988 y por los por los próximos dieciocho años, invitan a la nostalgia y a ser parte de la ambientación. La caracterización juega un papel importante en la evolución no sólo física, sino emocional de los personajes, que no podrían estar mejor acompañados que de canciones emblemáticas de la época y de la banda sonora dirigida por la extraordinaria Rachel Portman. «He had today», el soundtrack de la película, nos toma de la mano de principio a fin para alejarnos de la butaca y ser parte de una historia en la que no hay espacio para la fantasía ni el hubiera.
Crazy, Stupid, Love (2011, Glenn Ficarra y John Requa)
Confieso que soy amante de las chick-flicks, me gusta creer que hay finales felices con parejas felices. Este filme de 2011 está en mi Top 10, no solo por Ryan Gosling, sino porque tiene tres personajes masculinos que definen el amor desde sus edades y vivencias. Tenemos al cuarentón cuernudo desaliñado interpretado por Steve Carrell, a Jacob, el típico y sexy galán que tiene encuentros sin compromisos, y un adolescente que experimenta su primer enamoramiento. La película tiene todos los clichés que me gustan (sí, me gustan): el típico cambio de look que mejora la auto-confianza, las escenas llenas de erotismo y sensualidad con los personajes empapados por la torrencial lluvia (que solo se presenta una sola vez en toda la película), el bar como punto de reunión para matar amarguras amorosas o tirarse a desconocidos. Y por supuesto, la mujer que enamora y logra cambiar al patán mujeriego. Recomiendo ver la película en inglés y ver Dirty dancing previamente (ya que hacen referencia en una escena). Encuentren las similitudes entre ambas. ¿Ustedes ya encontraron a la pareja de baile que se balancea a la misma sintonía?