Foto: Diana Lerendidi.

El viaje romántico

Conocí a Ricardo López Si en el año 2019, mientras cursábamos el Máster en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona. Allí, en la capital catalana, despersonalizada y maravillosa a partes iguales, entablamos una amistad que hace que no me sienta con la objetividad periodística suficiente para escribir la siguiente reseña de su primer libro en solitario, titulado El viaje romántico (Cuadernos Livingstone, Editorial UOC, 2021). Aún así, aquí van mis palabras. Espero estar a la altura. 

Darme cuenta de que Ricardo se aproximaba a absolutamente todo desde una mirada romántica no me llevó mucho tiempo. Como tampoco lo hizo percatarme de que poseía un enorme bagaje cultural que lo envolvía con una especie de aura que solo tienen aquellos que saben mirar la realidad que les rodea con otros ojos. Porque, como ha reconocido él mismo en una reciente entrevista publicada en ElPlural, “la mirada se erige como amalgama de todo”. Solíamos tener charlas críticas y profundas sobre la profesión periodística, algo que ambos entendíamos como un ejercicio apasionado que se mueve en los márgenes, alejado de mercados y etiquetas: “Hace falta reivindicar el romanticismo de la profesión periodística”, me decía. Y los dos, aunque éramos conscientes de que se trataba probablemente de una misión imposible, nos reconfortábamos, sintiendo que podíamos bailar bajo la lluvia en sintonía. 

Ricardo solía reivindicar. Y daba igual si todos sabíamos que en muchas ocasiones hacía alusión a causas perdidas. Porque los sentimientos que generaban esos discursos eran lo más importante. La narrativa era la absoluta protagonista, por encima de todo. Por supuesto, encontrándonos en un contexto en el que estudiábamos “el viaje”, creo que rápidamente pudimos notar su marcada intención de reivindicar el viaje a través de la literatura. Y esto lo pude corroborar porque tuve la suerte de viajar con él a Marruecos, donde acabamos desarrollando un ilusionante proyecto de viajes y literatura titulado La Marrakech de Juan Goytisolo. Allí, y voy a usar unas palabras que emplea en su nuevo libro, “reconocimos todos en su libreta  —y en su grabadora—  un manantial de inspiración”. 

Verlo leyendo no era ninguna sorpresa. Creo que era de las pocas personas  —por no decir la única— a la que podías encontrar en la biblioteca de la facultad con un ejemplar de El País debajo del brazo. Como confiesa él mismo, “leía todo tipo de cosas para hacer más confortable su experiencia en Barcelona […] sus miércoles de Leila, sus viernes de Millás, sus sábados de Savater y sus domingos de Vincent’. En las librerías Altaïr o Laie encontró un refugio, unas trincheras donde disfrutaba del poder de las palabras y su contexto.

En ese año tan ilusionante que vivimos juntos también pude presenciar cómo le aceptaban la propuesta de este libro. Y la verdad es que, después de aquellos meses de trabajo y reconocimiento mutuo, no podía esperar otra cosa. Me parecía la única culminación posible de un recorrido físico y personal que gritaba a voces ser plasmado en unas páginas impresas de un libro. ¿Qué hay más romántico que el tacto del papel? La tinta sigue siendo maravillosa. Tangible. Encuentro de sueños, frustraciones, recuerdos. De vida.

Ahora, después de dos años y un terrible periodo que ha parecido querer destrozar cualquier atisbo de romanticismo, tengo entre mis manos ese trabajo, su primera obra en solitario titulada El viaje romántico, un compendio de 25 relatos viajeros, divididos en cinco líneas temáticas, que se mueven entre la crónica y el ensayo. Con ellos, podemos viajar a destinos como Dublín, Marrakech, Praga, Bucarest, Atenas, o Estambul, entre otros: “ De las Tierras Altas escocesas al desierto de Wadi Rum. De la antigua Persia a la Bucarest de Ceausescu. De la Troya homérica a la necrópolis real danesa. Del vientre de la gran pirámide de Guiza al sarcófago de Alejandro. De la Tánger canalla a la tumba de Borges. Y del exilio alpino de Chaplin al abrazo entre el Sava y el Danubio”. A lo largo del libro, conocemos las figuras de héroes mitológicos, conquistadores, narradores, poetas o pensadores contraculturales. Por supuesto, su mayor atractivo es la multitud de vínculos que aparecen relacionados con la literatura, la historia, el cine o la pintura. Los pensamientos y rutinas reflejadas de Ricardo se revelan fieles, algo que el lector podrá notar inmediatamente por la forma en que su voz se mueve en las 200 páginas que conforman la obra. El viaje romántico está destinado a aquellos que quieran aprender a mirar de otra forma.  Constituye una especie de faro que ilumina a los que cada vez contemplan con mayor desilusión ese acto tan difícil de describir qué es el viaje. 

En el prólogo, Jordi Serrallonga, arqueólogo, naturalista y explorador, anota que “el erudito conocimiento y contagioso entusiasmo demostrados por Ricardo a lo largo de las páginas de su libro se traduce en un merecido y muy necesario homenaje al viaje cultural, al viaje romántico”. Ricardo ha conseguido dibujarse como una especie de explorador empeñado en demostrar la importancia de la mirada y de la identidad en el viaje, ya que, como manifiesta, “se mira por las mismas razones por las que se escribe, se lee o se viaja: para reconocerse”. 

En Viajar y Contarlo: estrategias narrativas del escritor viajero (2019), Juliana González escribe que “a veces las palabras son insuficientes para expresar lo que se tiene delante” y se plantea si “la literatura puede ser un equivalente de la sensación y de la imagen. Si es posible ver la realidad a través de la opacidad de las palabras”. Lo cierto es que quizás no sea muy fácil encontrar una respuesta firme a estos planteamientos. Pero El viaje romántico es un gran intento de ello.

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