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Alí, hijo de Zeus (V)

En 1996, lejos de todo, Alí volvió al olimpismo. Encendió una llama olímpica que no se apagará nunca porque fue el fuego de lo eterno.

Los semipesados comenzaron a disputarse en Juegos Olímpicos en Amberes 1920. Ninguno de los ganadores de blasones entre esa fecha y 1960 pasó a la historia más que como eso: campeones, subcampeones o terceros lugares del olimpismo. Cassius Marcellus Clay, un despabilado y hablantín muchacho de 18 años, nacido en Lousville, Kentucky, rompería con la indiferencia histórica de la división. E, infortunadamente para él, también su último verdugo. Todo es cloroformo. Y literatura, lo que otros llaman periodismo deportivo.

Clay llegó a la vieja capital del imperio con la certeza de ganar el gran diploma de los dioses. Lo hizo. Venció por unanimidad en la final al polaco de nombre indescifrable y 231 contiendas en el currículum vitae: Zbigniew Pietrzykowski. En la conferencia de prensa posterior al triunfo, Clay enseñó que también era una pesadilla en las distancias cortas de las palabras. Aporreó al reportero soviético que le recordó que en su país no era más que un “negro”. El futuro supremo de los pesados en el ring profesional le respondió, entre otras cosas, que en América los hombres podían comer lo que deseaban y manejar los coches más caros y más bellos.

El campeón se comería, literalmente, sus palabras. A la vuelta a Louisville, llenó de sí mismo, intentó probar del banquete de los dioses. Se lo negaron por negro. Seguramente pensó en la inquina del soviet. Su futuro y letal verdugo, también negro, tenía entonces siete años.

El 25 de febrero de 1964, cuando los Beatles ya eran una fiebre que helaba a Estados Unidos, Clay se hizo del cinturón de los pesados al vencer al –según él- “oso feo y grandote”, Sonny Liston.

Leon Spinks vio aquella pelea, como todo Estados Unidos, por televisión. Clay defendió el título nueve veces en tres años. Resentido, tipo una canción de Peter Gabriel, cambió de cara y de nombre. Convertido al Islam, se hizo bautizar como Muhammad Ali. Fue desconocido como campeón y pagó el precio del atrevimiento político. Cuando volvió al negocio, Joseph Frazier, campeón olímpico de los pesados en Tokio 64, se encargó de ponerlo en su lugar al vencerlo en la “Pelea del Siglo” de 1971.

Frazier ganó el cinturón profesional en 1970 y lo perdió ante otro olimpioniko: George Foreman (1968), en 1973. Cuando Alí se convirtió en candidato al cetro (1974), Foreman era el hombre más temible del mundo de los grandes, esos sobre los que se apuestan miles de “los grandes”. León Spinks se preparaba para los Juegos del 76.

También Spinks, como todo el mundo, vio por televisión en vivo la pelea de Zaire en la que Alí hizo pedazos a Foreman en el séptimo.

Ali gobernó el máximo cetro diez veces, entre el 74 (incluida la revancha contra Frazer, en Manila) y el 15 de febrero de 1978. Aquella noche Spinks lo hizo pedazos, como antes Fazier y Ken Norton. Siete meses recuperó el deseo. Y luego llegó, como a todo héroe, la tragedia, el final.

En 1996, lejos de todo, Alí volvió al olimpismo. Encendió una llama olímpica que no se apagará nunca porque fue el fuego de lo eterno.

“Alí, hijo de Zeus (V)” es la quinta entrega de una serie de textos escritos por el autor con motivo de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.

Wilma Rudolph: Gacela en medio de la selva (I)
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