Lecturas de julio

Cócteles catárticos, obras apocalípticas, relatos místicos y orales, monólogos transgresores, confidencias familiares, espacios que se construyen más allá de lo evidente, poemas intimistas y gritos de denuncia frente al patriarcado. Todo eso y más confluye en las lecturas de julio propuestas por la redacción de purgante.

Los cuentos que componen Las voladoras no pueden ser más que un encantamiento, uno creado para restituir la memoria, construir una geografía, caminar hacia el filo de las cosas. No es casual que el último de los ocho cuentos sea un conjuro escrito en piedra para devolverle la vida a una niña: un intento alquímico por traerla de vuelta de su propia sombra. Así, del mismo modo, Mónica Ojeda funda un horizonte en donde siempre existe un páramo o un volcán andino y una mujer, o varias mujeres, que habitan los márgenes de sus culturas, ya sea por su mítica existencia —cíclopes que aterrizan sobre los tejados, seres ingrávidos que hablan la lengua de los bosques—, o bien porque la violencia, que es tan antigua como contemporánea, las ha atravesado hasta lo indecible. Es precisamente en lo inenarrable en donde se detienen a narrar: encuentran sonidos que preceden al lenguaje, otean la anatomía de seres fantásticos o testifican sobre la maldad. A menudo tuve la sensación de que no era yo quien leía las historias, sino que alguien las susurraba a mi oído. Y creo que eso sólo puede ser producto de la técnica de Mónica Ojeda, que evoca al relato oral de los pueblos con el lirismo de la poesía. Hay algo primitivo y artificioso en el lenguaje, en sus resabios, que condensa las historias pero al mismo tiempo las oculta: preserva su encantamiento.

Matate, amor (Dharma Books) emerge del subsuelo, como toda la literatura de Ariana Harwicz, una literatura transgresora que se balancea con violencia en los pantanos de la inmoralidad. La historia propone una catarata de imágenes poderosas, perversas, bucólicas, oscuras, en medio de una puesta de escena casi teatral, frenética, renunciando a las imposiciones formales y estructurales de la literatura de mercado. Harwicz bucea entre el bien y el mal, tras bambalinas, tomando distancia para contemplar un colapso ineludible, que luego deviene en un registro narrativo barbárico que recuerda por momentos al mejor William Faulkner o Virginia Woolf, una figura que la propia protagonista de la novela reivindica a modo de paliativo. Apuñalarse con una mano y con la otra sostener a su hijo, dotar de erotismo a un ciervo, fantasear con la posibilidad de asesinar a su indiferente marido. Todo se revela a partir de una sucesión de gestos primitivos, como un grito de supervivencia que aspira a convertirse en una vía de escape o en un bote salvavidas. Harwicz sale ilesa de la escaramuza a sabiendas de que escribir, contrario a lo que se piensa, no dice nada del que escribe. El idilio de maternidad, el sosiego del campo, las convenciones sexuales, la invisibilidad inherente a la extranjería, la típica vida armada de clase media. Todo se desmonta y se hiperboliza, porque el arte, para Harwicz, es eso: exceso y amoralidad. Adentro el fuego sigue quemando.

José Ovejero y la editorial Galaxia Gutenberg nos presentan una obra apocalíptica en la que lo más primitivo en lo que se refiere la supervivencia y a los deseos de defensa y conservación cobran un sentido protagonista en la narración. Una mujer, un niño y un gato viven en una cabaña en el medio del bosque. Sólo el comienzo da buenos promelgómenos: “Nos decían que las abejas estaban desapareciendo, pero algunas mañanas hay tantas que si salimos de la cabaña tenemos que caminar con la boca y los ojos cerrados para que no se nos metan en ellos.” ¿Cambio climático, guerras, falta total de suministros…? “No me llamo Andrea, pero es un nombre que me gusta y da igual cómo me llame de verdad. Esa es una de las pocas cosas que puedo elegir. Andrea, le repetí señalándome.” No hay humanos a la vista, y exceptuando un hombre grande que viene a dormir, a traer provisiones y a acostarse con Andrea, esta ausencia es lo preferible. Ovejero prefiere mantenernos en vilo respecto a por qué, quién es ese niño si no es el hijo de Andrea, qué ha pasado en la ciudad, de la que ya tanto temen. Del humano sólo sabemos su sentido más vil y aprovechado y puede que precisamente sea esa la punta de flecha para el fin de los tiempos. Escasez de agua, protección, del frío, hambre, verdadera hambre… e intrusos. No entra en lo que es una narrativa distópica pues, más allá de la pérdida absoluta y de la falta de suministros no tenemos un contexto que explique nada. Sí, tenemos una mujer, que se autodenomina Andrea, que lucha por su cordura, que le cuenta a un niño con claras dificultades en el desarrollo del lenguaje lo que eran las cosas “antes” : las casas, la comida, los electrodomésticos, su propia vida… El niño parece entender y a la vez funcionar como el espectador, como nosotros los lectores. Más allá de biologicismos, Andrea encarna la lucha por sobrevivir en un mundo de hambruna. Lo que antes le parecía bucólico y tierno, ahora es terrible, temible y hostil. Un libro con una gran lección primigenia de humanidad… pese a todo. Un apabullante climax que tampoco deja indiferente, pese a la austeridad en las descripciones y en las explicaciones que, bien empezada la lectura, ya no hacen falta en favor de un lenguaje y unas vivencias ricas y tan funestas como conmovedoras.

Hay en este compendio cinco cuentos, cinco narraciones enérgicas y poco ordinarias, distantes, quizás, de los encuentros ordinarios de identidad. Guadalupe Nettel nos cuenta, sin revelar nunca un origen concreto, sino sólo haciendo alusiones, analogías y dibujando realidades también posibles, que el universo natural-animal y el universo de los humanos comparten espacios. Espacios más allá de lo evidente: no sólo territorios ni aires ni planeta, sino más; y es así, mucho más de lo que, evitando ahondar para evitar estropeos, podríamos imaginar. Una suerte de espejo en el que los reflejos se atraviesan sin darse cuenta y existiera entonces un hilo delgado que funge de amalgama entre los sentidos que pudieran ser opuestos, entre las distintas naturalezas representadas. Somos animales y los animales son, también, nosotros. Hay representaciones a través de crisis de soledad, crisis de pareja, el ser madre, el desapego, y las uniones inverosímiles o colmadas de fantasía. Siempre hay un ser del mundo natural-animal que permite gestar el sentido de las historias: gatos, peces, hongos, ofidios; o quizás sean los seres humanos, en toda su composición, quienes sirvan de símiles y ejemplos para clarificar esa conexión de mundos, de naturalezas. Es ese reflejo invisible que nos une o separa. La línea que divide esos espacios es cada vez más tenue y decisiva.. Sin embargo, nunca desaparecerá en su totalidad tal distinción. En consecuencia, eternamente debemos empeñarnos en entender(nos), nosotros seres humanos, a través de ellos. O comprender que ellos existen más allá de sólo existir. Un círculo interminable en búsqueda de inteligibilidad.

Ángeles Mastretta es probablemente mi autora mexicana favorita. Sus obras aluden, típicamente, a la perspectiva femenina en el contexto social mexicano, y plasman la constante lucha por nuestras convicciones en una sociedad donde el patriarcado aún prevalece. La historia de Mal de amores toma lugar durante la turbulencia del México prerevolucionario. Emilia Sauri, criada en una familia bastante liberal para la época, al estar expuesta desde pequeña a charlas y creencias políticas inflexibles, va forjando sus ideales que se contraponen al entorno social en el que vive. En su vida adulta, se ve envuelta en un triángulo amoroso con Daniel Cuenta, un inquieto y auténtico revolucionario, aquel quien le desata una pasión profunda desde su infancia, y por otro lado con Antonio Zavalza, quien funge como su centro de gravedad. Vivir el amor desde estos dos ángulos es pieza clave de su liberación. En medio del caos y la guerra, Emilia se enfrenta a perseguir su vocación, a vivir con vehemencia, sin limitaciones y con certeza. Sin duda, un gran retrato de la mujer, rompiendo los preceptos.

Mi padre murió el día en que mi madre le dijo que estaba embarazada de mí. Son las primeras dos líneas de esta no- ficción publicada por Seix Barral, la historia familiar de Galder Reguera, su autor, que se desnuda a través de las páginas, se mira al espejo y desgrana con una sinceridad admirable, en esta magnífica documentación y búsqueda de lo que denominamos “familia”. Una radiografía precisa que nos lleva a plantear la forma en que miramos a ese núcleo de personas que viven a nuestro alrededor. Sin duda las letras rinden un homenaje a la fortaleza y amor con la que la madre sostuvo a una familia que sufre una perdida de ese calibre en un momento tan delicado y nos remite, irremediablemente, a la obra de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, por la crudeza (y entereza) con la que se diseca el pasado. Reguera nos lleva de la mano a los episodios que han marcado su vida, por lo que tiene un enorme mérito que el interés no salga nunca del cauce hacia la morbosidad. Probablemente, y como la vida misma, el escritor al final encontró más preguntas que respuestas. Lo cierto es que deja en el lector la certeza de que nuestros problemas (e historias) no nos definen. Siempre seremos más que eso.

Hoy que está de moda cambiar el nombre a los acontecimientos históricos y reescribir la Historia acorde a la ideología y visión política del partido que ocupa un lugar en la silla presidencial de México, es importante acercarse a las novelas históricas para darle paso a una visión distinta. El escritor Pedro J. Fernández acaba de publicar Soy Malintzin, una obra que tiene por objetivo contar la visión de la Conquista de México a través de la voz y mirada de Malintzin, tristemente conocida como Malinche. Esta novela no sólo revaloriza el papel que jugó Malintzin en este episodio histórico, también busca romper diversos mitos devenidos en verdades históricas. El estilo de la narración recuerda a la tradición oral, dando la sensación de que la historia es contada por una madre: la madre de la Nueva España. También es una novela con escenas cruentas y candorosas, pero narradas desde la intimidad y vivencia de una mujer tímida que paso a paso forjó su carácter y logró sobrevivir a una muerte cantada, para después convertirse en la arquitecta de su vida y futuro.

Hace un par de semanas regresé a un libro que había abandonado después de embarcarme en 200 páginas que sentía que no me estaban llevando a ningún sitio. Durante varios días, Tana French, autora de El secreto del Olmo, me susurraba desde mi buró que volviera a él. Cedí a los encantos de la escritora irlandesa, porque sabía que podía seducirme como lo hizo en El silencio del bosque y en Piel Ajena. Sucumbí a un thriller psicológico de la mano de su protagonista, Toby. Compartiendo algunos miedos, dudas y lagunas mentales sobre su propia existencia, sin caer en el cliché más grande del género, un narrador tramposo que te hace sospechar de todo. El Secreto del Olmo es un juego mental que se aleja por muchos momentos del misterio y nos adentra filosamente a la intimidad de Toby, quien sufre un daño cerebral severo y permanente en su memoria tras haber sido atacado por dos hombres dentro de su departamento, así que se ve obligado a abandonar su vida como la conocía y se muda a Villa Hiedra con su tío Hugo. Un día, durante una reunión familiar, descubren un cráneo en el jardín y este suceso desata o amarra la verdadera historia que encierra la novela negra. Con un ritmo narrativo irregular que por fragmentos hastía, Tana finalmente logra meter bien el hilo en la aguja con atildados diálogos que terminan llenando impecablemente los huecos de un pasado incierto e inconcluso. 

Sylvia Plath mostró que la muerte es poesía y que la poesía es vida. Sus poemas intimistas parten de lo confesional para desgarrar su yo interior y reflejar en cada uno de sus versos desolados, llenos de juventud, de deseo —pero también de esperanza— un nuevo tipo de viveza. Para leer a Plath es necesario acercarse a su biografía, puesto que es una autora que no pasa a la posteridad, sino, más bien, es la posteridad; es el reflejo del sentir de una sociedad líquida, cansada de los estragos de la realidad, de los falsos vínculos afectivos. Ariel (1965) es un poemario póstumo que necesita leerse con calma, porque cada poema refleja una postura personal, política y social. El lector aprende de ojos desgarrados —por una tristeza profunda— un conocimiento vasto, que se alimenta de una amplia cultura literaria, cinematográfica e histórica —si algo se aprende de Plath es que al escribir se puede oír una voz interior que llega a ser recitada. Su expresión poética pasa de generación en generación por la figura de cristal que fue, pero también por su actitud guerrera ante la mirada femenina y el exponer las injusticias de un mundo inmoral.

Di con La vida es un balón redondo por mero accidente, pues el apartado de Sexto Piso en la librería poblana Profética remataba sus títulos a cien pesos y, sobra decirlo, todo lo que conlleve fútbol y libros (casi todo) debe ser mío. Vladimir Dimitrijević (1935-2011) escritor y editor serbio, fundador de una de las editoriales más prestigiosas en Europa (L’Age d’Homme), vio interrumpida su ilusionante carrera como futbolista profesional debido a una lesión; sin embargo, lejos de tomarle odio, decidió que el fútbol, a través de las letras, continuara fungiendo como “el hilo conductor” de su vida. En 1998, Dimitrijević dio a luz La vida es un balón redondo, un breviario con el que rinde homenaje, según sus palabras, al “rey de los deportes”, a través de preciosas referencias y analogías entre la literatura y el fútbol, sus dos grandes pasiones; en él, personajes como Diego Armando Maradona, Franz Beckenbauer o Hugo Sánchez, así como el Estrella Roja de Belgrado, salen al campo para formar sociedades letales con poetas, prosistas y obras maestras de la historia literaria.

Sin duda, una novela elemental, cuyo estilo narrativo configura la crítica y la denuncia al sistema social de Corea del Sur, que como en muchas otras partes del mundo, gira en torno a la opresión patriarcal. Aquí, la topología que Cho Nam-joo expone, establece toda una genealogía de machismo y violencia, ante la cual el personaje de Kim Ji-young se enfrenta. Esto abarca desde su experiencia familiar hasta su vida laboral, pasando por la intimidad. No hay duda, estamos ante una obra que unifica a la perfección las preocupaciones y perspectivas de nuestra época. A través de la narración sobre la vida de una mujer, encontramos todo un análisis político que nutre la calidad literaria de una historia que rompe esquemas.

Vaya dos se fueron a juntar. El maestro del terror cósmico con el enfant terrible por excelencia. Michel Houellebecq hablando de la vida y filosofía de H.P. Lovecraft. Y si a todo esto le sumas un prólogo de Stephen King… un cóctel catárquico sobre la condición del ser humano. ¿Por qué nos gusta Lovecraft? Es lo que Michel Houellebecq nos recuerda. Así de simple. Hay dos formas de entender la literatura: en base a la persona que la escribe o en base a lo escrito. Y es evidente que Lovecraft no quiso ser comprendido en base a ninguna. Por sí solo conforma género literario de lo más particular. Inclasificable podríamos decir. El ensayo del francés pone por punto de partida la antivida de HPL para hacer un análisis profundo de su obra. Una travesía que pocos estarían dispuestos a realizar. Pero el autor de Las partículas elementales hace una especie de simbiosis y consigue lo imposible: sobrevivir al intento.

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