Especial de cine asiático

El hecho de que se haya quedado fuera el totémico Akira Kurosawa nos redime como plumas marginales, aunque estamos conscientes de que más de uno abordará esta sugerente lista con cierta suspicacia. Acá nuestra selección de películas dirigidas por cineastas asiáticos.

Onibaba (Kaneto Shindo, 1964)

En medio de inmensos plantíos de una vegetación alargada y afilada del Japón medieval, una anciana y su nuera sobreviven asesinando samuráis perdidos durante las guerras feudales; los despojan de sus pertenencias y arrojan los cuerpos a un oscuro pozo que funciona como puente entre la vida terrenal y el inframundo. Las mujeres esperan pacientes el regreso de su hijo/esposo, pero cuando se pierden todas las esperanzas de verlo volver, la lujuria desencadena la barbarie. El regreso de Hachi, amigo y compañero de batalla del hombre que aguardan las protagonistas, será el elemento que despierte en ambas un deseo sexual que va de menos a más, representado en sutiles simbolismos fálicos que se acompañan de estruendosos tambores de guerra en los momentos más rústicos de la cinta. El súbito encuentro con un misterioso samurái que porta una máscara de demonio, le permite a la historia avanzar hacia el horror. Después de engañar y matar al guerrero, la madre/suegra descenderá al fondo del pozo para tomar la terrorífica careta; se dedicará entonces a persuadir a su nuera de las visitas nocturnas a Hachi, pero quizá ya sea demasiado tarde. Los componentes fantásticos de las leyendas japonesas de terror, aquí quedan superados por un instinto sexual imparable, casi animal. Porque si algo está presente durante todo el metraje de Onibaba es el sexo reprimido y el miedo al castigo de lo divino. El director Kaneto Shindô (pionero del cine independiente en Japón), presenta un ejercicio cinematográfico lleno de lúgubres clarososcuros que hacen sentir al espectador confundido y atrapado a partes iguales; los decorados de la apretujada cabaña donde viven las dos mujeres, contrastan con los infinitos espacios abiertos de los plantíos que atraviesan los personajes. Onibaba (mujer bruja/demonio) adapta una popular leyenda oriental sobre una doncella que utiliza una máscara maldita y sólo puede quitársela a un costo muy alto: quedando desfigurada. Estamos ante una monocromática pesadilla erótica, con un elegante manejo de la cámara y de la luz, que justo brotó durante esa maravillosa etapa que se conoció como la nueva ola de cine japonés.

Karate a muerte en Bangkok (Lo Wei y Wu Chia Hsiang, 1971)

Se trata de algo que no cuento mucho por ahí, pero en mi casa no se pudieron ver películas violentas hasta que no se nos consideró lo suficientemente adultos como para ver películas violentas —dejando de lado los westerns, las películas de James Bond y Piratas del Caribe (pese a ser piratas eran  una creación de Disney, una productora conocida por mirar siempre hacia otro lado en lo que a la violencia se refiere)—, por lo que las películas de kung fu estaban terminalmente vetadas. La primera que vi fue en casa de mi primo, una noche que mis tíos dormían y mis padres estaban demasiado ocupados como para preocuparse de que sus hijos estaban infringiendo las normas. Kung fu sion fue mi primera incursión en el cine de karate. Aunque pueda sonar absurdo, la primera experiencia que tuve con el cine de artes marciales (aparte de Transporter) fue una película que parodiaba un género completamente consagrado por su transmisión de una filosofía que iba más allá de las simples cuestiones metafísicas de los occidentales. Se hablaba de capacidades completamente desconocidas para mí. Karate a muerte en Bangkok no fue más que otra prolongación de aquel primer sentimiento con el cine de kung fu, aquella sensación divertida que te proporciona el saber que estás haciendo algo que no debes, aquella sensación de adrenalina que te proporciona el saber que, además, te gusta. Después de aquello no tardé en empezar a escaparme a mi habitación con el pretexto de «estudiar inglés», una excusa que distaba mucho de ser lo que realmente era: ver cómo Bruce Lee molía a palos a cualquier chulazo que tuviera delante. Sinceramente —aunque haya habido muchos sucesores de su estilo de vida— fue como Jesucristo. Un Jesucristo cuyos abdominales son completamente constatables y tangibles, un salvador a la altura de la realidad, alguien que realmente es agua. Más allá del mito del Dragón, su legado no ha sido otra cosa que una banda de patadistas y puñeteros pendencieros con aspiraciones legítimas al famoseo —el hecho de bailar ballet de forma violenta es algo que realmente se valora en Hollywood—, cuya aportación al arte está más que infravalorada. La traducción del título de la película se fue de madre, pero, realmente, ¿cuál es el verdadero sueño de cualquier niño? Yo digo pelearse a muerte en un callejón contra un escuadrón mortal de encapuchados. Y si es con kárate, mejor. Lo que os digo es: dejad que vuestros hijos aprendan algo de geografía para que los podáis llevar a Tailandia y sepan lo que deben hacer, que Cobra Kai no se formó por arte de magia. 

Zu, guerreros de la montaña (Tsui Hark, 1983)

En el contexto del género de acción, Zu, guerreros de la montaña es un punto de inflexión en la historia del cine mundial. Para tratarse de 1983, los efectos especiales son geniales, puesto que ofrecen una combinación caricaturesca con personajes humanos. La narración aborda principalmente los simbolismos de la mitología y tradición china, ambientada durante el siglo V, en tiempos de la dinastía Tang. El argumento, basado en una novela al estilo xianxia —uno de los géneros de ficción más populares en China—, es el siguiente: un soldado que huye de una guerra civil, cae por accidente en una montaña tenebrosa y se encuentra con un mágico espadachín al que decide unírsele. En paralelo, un ser maligno se encuentra al acecho y busca entrar al mundo de los seres humanos, por lo que la misión es encontrar unas “espadas gemelas” que, según la leyenda, destruyen el mal. En la aventura aparecerá una hermosa condesa que puede sanar heridas. El bien y el mal desde lo fantástico y sobrenatural con un toque de humor. 

Fallen Angels (Wong Kar-wai, 1995)

Prima hermana de Chungking Express (1994), los ángeles caídos de Kar-wai pasean, durante 99 minutos, por las calles nocturnas de Hong Kong, solo para presumirnos, con unos característicos acercamientos de cámara, sus filosóficas y existencialistas líneas de vida. En este filme polifónico, iluminado con luces moteleras, es posible observar la persistencia del estilo de uno de los más destacados autores asiáticos, que brilla en sus planos siempre íntimos, aunque su definición de intimidad se redefine con bocas llenas de helado, manchones de sangre e incómodas gotas de sudor salino. Me agrada pensar que cada directora y director lleva impreso en el estilo algún color distintivo, en este caso, gracias a las míticas escenas en los túneles, me parece que el realizador se entiende con ese verde que desprenden las lámparas de halógeno, que tiende a ser blanquecino y que hace que todo parezca un poco enfermizo. Recomiendo ampliamente su visionado por la calidad narrativa de la historia del asesino a sueldo, que ofrece secuencias en cámara lenta para describir sus masacres, por el ludismo y la soledad en la línea argumental de Wong Chi-Ming y por el erotismo, visto desde un par de tacones, cortesía de la “socia comercial” del profesional de las armas y la rudeza. Estas acciones noctámbulas, se complementan con profundas reflexiones a voz en off, que amoldan a los múltiples protagonistas de estas turbulencias, que son del “tipo práctico” y desechan cualquier diálogo vacío; preferenciando las sarcásticas conclusiones sobre la existencia y las salidas de los arquetipos con una sensualidad alimentada por los mejores focos de la rockola del bar de confianza, porque, se demuestra, el orgasmo es musical y debe ir acompañado de un silencio sensato cuando termina. Así, finalizo mi invitación, queridos cinéfagos, para que puedan visitar esta muestra de grácil locura, llena de “gente rara” que a menudo se pregunta qué clase de mundo es este, mientras viajan a su fecha única de vencimiento, como una lata de piña en conserva, como una videocámara paternal, como un par de besos mojados.

El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami, 1997)

La premisa de El sabor de las cerezas, condecorada con la palma de oro en Cannes, es simple: un hombre maduro recorre Teherán y sus alrededores en busca de alguien que le ayude a llevar a cabo el plan de suicidarse. La naturaleza de la encomienda reside en cerciorarse de que no haya sobrevivido al intento de suicidio, para posteriormente sepultarlo en una tumba que el mismo se encargó de cavar. A cambio está dispuesto a ofrecer una gran suma de dinero. Con estos condimentos, el inigualable Abbas Kiarostami propone una fábula poética que evoca aquella conjetura de Albert Camus, el existencialista por antonomasia: el suicidio es la única cuestión realmente filosófica. Con el oficio del artesano, Kiarostami hace una radiografía de la sociedad iraní del siglo XX, puesto que los postulantes van desde un joven soldado kurdo, un seminarista y un vigilante afgano hasta un veterano taxidermista. De modo que el realizador iraní aborda elegantemente varios de los temas que conforman la mitología contemporánea dentro de la región: el estímulo de supervivencia de los kurdos, la migración forzada afgana, el fundamentalismo religioso y los simbolismos de la poesía sufí. El personaje del taxidermista, quien es el que al final accede a ayudarlo, resulta clave para dotar la reflexión de un tono más filosófico, ya que estamos ante alguien acostumbrado a embalsamar animales para la posteridad. Varias de las postales más inolvidables de la cinta se originan durante el recorrido del protagonista a bordo de su Land Rover, a través de las abruptas cordilleras y el relieve accidentado de la antigua Persia. No es una exageración hablar de ella como la cumbre de la cinematografía iraní posrevolucionaria.

Yi Yi (Edward Yang, 2000) 

Edward Yang, con apenas siete películas en su filmografía, es considerado indudablemente como uno de los  principales representantes de la nueva ola de cine taiwanés que se da a partir de la década de los ochenta, y en la que podemos ubicar a reconocidos directores entre los que se encuentran Hou Hsiao-Hsien y Tsai Ming-liang. Su cine —tan humano y universal— ostentó el reflejo de la transición a una Taiwán más moderna, atravesada por cambios culturales y sociales que advertían la pérdida de valores tradicionales y la sustitución de éstos por unos nuevos y occidentalizados. En Yi Yi, el último filme que realizara antes de su temprana muerte por cáncer a los 58 años de edad, el director taiwanés logró condensar sus mayores inquietudes y preocupaciones, exponiendo una ciudad que extravió su identidad para convertirse en un crisol de influencias extranjeras. En ella ubica a la familia que será el centro de una historia coral verdaderamente conmovedora, que despliega, mediante sus integrantes de todas edades, los desafíos que implica habitar cada etapa de la vida, además de desmenuzar los conflictos emocionales y ansiedades existenciales que todos ellos atraviesan. La cámara de Yang se instala como observadora neutral del ciclo vital, ubicándose siempre a la distancia, recurriendo a los planos largos —abiertos o medios—, para apreciar sosegadamente el drama rutinario sin inmiscuirse demasiado y sin olvidar que sus personajes son parte de un paisaje mayor y más complejo que el puro departamento que comparten. Así, se nos muestra el edificio a lo lejos como uno de tantos que se erigen en el atiborrado espectáculo urbano, adornado con las miles de luces que emanan de los hogares y negocios que lo conforman. Los protagonistas, aislados por insalvables brechas generacionales, enfrentan pequeños sucesos de la vida diaria, retos individuales, decepciones amorosas y frustraciones íntimas, sin encontrar el modo de compartirlas unos con otros, acentuando el ensimismamiento que el realizador desea enfatizar. La comunicación se antoja imposible y la lucha cotidiana se enfrenta en solitario. Las elipsis nos mueven en el tiempo mientras atestiguamos acontecimientos cruciales para cada personaje, como el primer amor o la desilusión romántica, el vacío existencial, la crisis de mediana edad o el reencuentro con una pasión olvidada; todos ellos dramas tan comunes como humanos, que se convierten en los componentes narrativos de este rico y entrañable relato hasta implantarse en la vena más sensible del espectador, para así estremecerlo profundamente. 

Lust, Caution (Ang Lee, 2007)

Hay joyas que se ocultan entre los reflejos del oro. Desde la libertad ganada por sus premios Oscar, Ang Lee realizó un proyecto que resultaría ser, apropiadamente, de sus mejores películas y de las menos conocidas.  Lust, Caution es un thriller erótico de espionaje, coming-of-age y una historia de amor. 1938, Hong Kong. Wong Chia Chi, una estudiante de 18 años, acepta unirse a la cruzada nacionalista para seducir y asesinar al Sr. Yee, un agente japones en la China ocupada. En ese ambiente amateur, se juega la vida en una misión para la que no está preparada: ni como espía ni como mujer. 1942, Shanghái. Con la guerra a cuestas, se reencuentra con sus compañeros universitarios, quienes ya son realmente una célula de la resistencia China. Le piden retomar su falsa identidad para concluir su misión. Ahora, el riesgo mucho mayor: el Sr. Yee es el jefe de contraespionaje japones. Esta vez, lejos del idealismo juvenil, lo que la hace aceptar es la promesa de escapar. Con secuencias serenas con un flujo constante de información, la película pasa a dilapidar violencia y erotismo; todo en instantes donde apenas podemos respirar. Lo magistral se desprende en cada cuadro: la fotografía es de Rodrigo Prieto, la música de Alexander Desplat. Al final, nada se compara con el duelo entre Wong Chia Chi (Tang Wei) y el Sr. Yee (Tony Leung): una cacería donde nunca es claro quién es el cazador y quién la presa. El erotismo llega al límite con sexo explícito y honesto en múltiples variantes: como trámite y arma; como forma de dominación y enseñanza dolorosa; y también como el acto en donde el placer entregado se enlaza con el placer recibido para estallar en una de las formas íntimas del amor. Si en el amor y en la guerra todo se vale, Wong Chia Chi y el Sr. Yee, viven en un mundo sin reglas. Contradictorios por necesidad, los espías son seres demasiado humanos: la única forma que tienen de ser leales es traicionando. Como casi siempre, quien verdaderamente ama más es quien está dispuesto a dar la vida.

The Handmaiden (Park Chan-wook, 2016)

Una habitación cerrada, protegida del mundo por la frágil barrera de un biombo. Los sonidos atenuados por el efímero santuario que ofrecen las sábanas de algodón. Miradas que se encuentran de manera furtiva en el reflejo de un espejo. Una bañera tibia que huele a flores, a caramelo, a deseo. The Handmaiden, del director coreano Park Chan-wook, es un film que explora la sugerencia y la evocación como mecanismos de creación de significados. Mintiéndose fiel a su poética, el director explora los aspecto violentos y la perversión que existe en la belleza. “Ladies are the dolls of the maids. All these buttons are there for my amusement”, se dice una de las protagonistas, mientras libera el sendero de botones que recorre la espalda de su patrona; pero, ¿quién juega realmente con quién? La doncella que se deleita con los pliegues de encaje que decoran los vestidos de su dama o aquella otra que, en su posición de elevada elegancia, acaricia, con la mirada y finos guantes, la espalda de quien le rinde sus atenciones. A través de sugerentes encuadres y la creación de atmósferas húmedas, la narrativa de The Handmaiden es una exploración al espacio íntimo, a la alcoba, al cuarto de baño, como el único lugar donde se puede ser verdaderamente libre. Asimismo, a través de un intrincado juego de apariencias, el film envuelve al espectador en una dinámica en el que el engañador resulta engañado y el, en apariencia, más inocente, crea la mejor danza de máscaras. En este sentido, el film replantea su propio argumento, volviendo sobre sus pasos, para exponer una escena, una conversación, incluso una imagen, desde otro punto de vista y con ello, dotar al film de una serie de significados que se sobreponen, como las capas de tela de un traje decimonónico, para crear una estilizada unidad. Derivado de su especial atención al detalle, el film posee también referencias, de manera explícita o bien, por medio sutiles guiños, a las ukiyo-e, las imágenes del mundo flotante que formaron parte del imaginario popular japonés durante el siglo XVIII y XIX, así como de la literatura del Marqués de Sade. Sin embargo, The Handmaiden descubre también las distintas formas de transgresión e invita a replantear cómo se expresa y representa el deseo. Ya sea desde la mirada de aquel que observa desde la lejanía de su asiento, aquella que dibuja el trazo de su tacto sobre la piel de quien ama y aquel otro que sólo puede sonreír en silencio. 

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