Probablemente nunca hayan confluido tantos genios heterodoxos como en la Nouvelle Vague. Y como estamos ante la semilla del cine de autor, proponemos esta serie de reflexiones para reivindicar el legado de uno de los grandes movimiento de ruptura.
Los 400 golpes; François Truffaut
Con Los 400 golpes, una historia confeccionada a partir de pinceladas autobiográficas, François Truffaut da el banderazo de salida a la Nouvelle Vague, una corriente que aspiraba a la creación de un estilo cinematográfico autoral, alejado de las formas convencionales que prevalecían en Francia, sobre todo a través del Cinema de Qualité. Truffaut, que inicia como crítico en la revista Cahiers du cinema, nos presenta en ésta, su ópera prima, un ejercicio de sencillez cargado de nostalgia, que evoca además la gestación de su profundo amor por el cine. Con un enorme aprecio y cariño por su personaje, con gran comprensión por remitirle a sus propias memorias, el realizador nos transporta a una niñez anhelada, a pesar de las dificultades. Se trata de un primer episodio de lo que será la saga de Antoine Doinel, personaje interpretado por Jean-Pierre Léaud —su alter ego—, que va creciendo de película en película, para crear un coming of age progresivo que abarca dos décadas. En este conmovedor inicio vemos a un adolescente, a veces rebelde y etiquetado como problemático, que debe enfrentar una y otra vez amargas situaciones familiares y escolares. Tanto en casa como en el colegio sortea el constante repudio de los mayores. Así, las calles de París, por las que lo vemos deambular día y noche, se convierten en el fotogénico escenario de sus travesuras. A pesar de todo, Antoine asume cada uno de los golpes y rechazos con entereza y madurez, refugiándose en la literatura y el cine como espacios de devoción y escape a su soledad y sobre todo al descuido materno. Ya hacia el final de la cinta, lo acompañamos al correr por la playa disfrutando de su primera visión del mar mientras saborea su codiciada libertad; y de pronto se detiene, voltea sorpresivamente a la cámara, y con profunda intensidad, nos mira de frente.
El ejército de las sombras; Jean-Pierre Melville
“Cada escritor crea sus propios precursores.” Esta es una de tantas frases que, con misteriosa lucidez, Borges condensa en una perla de sabiduría tan obvia que es fácil ignorarla. Jean-Pierre Melville es uno de esos genios paradójicos, a la J. Swift, E. Hopper, J. Cortázar, O Welles y el propio Borges, que, adelantados a su era, se ven como visionarios o como maestros antiguos, pero difícilmente encajan en el movimiento que ayudaron a construir y desde el que crean: extranjeros desde el interior: son parte de la historia o del porvenir, jamás del presente. Ninguna película plasma tanto esta injusticia como El ejército de las sombras (L’Armée des ombres, Melville, 1969). Una tragedia titánica, narra la historia de una célula de la resistencia francesa durante la ocupación Nazi. A través de una quietud insoportable y el brillo azulado del invierno perpetuo, la tensión poco a poco va apretándose sin tregua. Con cada escena sentimos a la vida pender de un suspiro, de una mirada en donde las intenciones e identidades queden descubiertas y, sin intermediación alguna, todo acabe en tortura y muerte. Melville, quien fue miembro de la resistencia en la Segunda Guerra Mundial, transmite con cruel honestidad el dolor inevitable del sacrificio en una causa perdida, al mostrarnos como la guadaña se cierne sobre los personajes despareciéndolos uno por uno y, aún cuando se salven en una ocasión, todos sabemos que, hagan lo que hagan: sólo es cuestión de tiempo. El ejército de las sombras fue vapuleada por la ideología de su tiempo. El mayo del 68 únicamente pudo ver al General De Gaulle retratado como un héroe, sin entender que eso correspondía al militar y político de 1940, y no al representante de una generación aferrándose al poder, negada a entender las necesidades de una nueva sociedad en la fecha de su estreno. Ajena los estándares de la retórica revolucionaria y juvenil, se vio obligada a vivir escondida, aguardando la llegada de su reconocimiento y liberación. Las películas, las buenas, son metáforas de algo más; y El ejército de las sombras, con el milagroso destino de las obras maestras, se transformó en una metáfora de sí misma.
Banda aparte; Jean-Luc Godard
Hay algo en los triángulos que me fascina. Y seguramente se trate de su sencillez. Tres partes que pueden variar toda una estructura según su longitud o inclinación. Se trata de una forma que, a lo largo de la historia, ha sido adoptada por todo tipo de culturas y disciplinas para generar simbolismos, paralelismos, imágenes o enfoques. Y es que el número tres es un número fácil de trabajar. Un número que ofrece más que el dos, y muchísimo más que el uno. Es normal que ante la soledad, el uno decida recrearse en su existencia, en su forma y posición. Ante la imposibilidad de compartir espacio, el uno se abre camino hacia la autoexploración, hacia el por qué de su singularidad. Por otro lado, el dos presenta un conflicto mucho más tangencial, un conflicto visible y palpable que deben enfrentar dos singularidades, pero no necesariamente irresoluble. El dos busca el equilibrio entre dos partes idénticamente opuestas. El Ying y el Yang. Filosofía de primero de hippiesmo orientaloide. Pero el tres, el tres ya es otra cosa. Ante dos singularidades idénticamente opuestas, el tres debe posicionarse. Fluctuar de un lado a otro hasta que descubra quién es el tercero en discordia. Si hay algo de verdad que no pueda ser rebatido por ningún matemático es que el tres es la fórmula predilecta del arte para abordar el conflicto. El conocido triángulo amoroso, aplicado en cientos de miles de historias que ha conseguido rebasar la historia y seguir mutando a base de variaciones y rectificaciones de ángulo. No sé hasta qué punto Godard era consciente de ello —seguramente era mucho más consciente de ello que todos nosotros—, pero decidió añadir un factor extra. El cuatro. El mayor número que existe ya que abarca el resto de números que lo suceden. El número cuatro es el número que se dedica al análisis. Y es que Jean-Luc Godard años después de ver cómo Oliver Hardy fue el primero en hacerlo, decidió ir mucho más allá. Aplicó este cuatro de modo que se viera reflejado en la pantalla. Que el cuatro pudiera ser a su vez el uno, el dos y el tres, y los otros, del mismo modo, pudieran convertirse en el cuatro. Ahora mismo, no sé si es porque el metacine de Godard me ha reventado el neocórtex, o porque realmente no entiendo ni un pijo de matemáticas, pero si hay algo que sé seguro es que a partir de 1964 la gente dejó de contar ovejas.
La rodilla de Claire; Éric Rohmer
La rodilla de Claire (1970) es, por mucho, uno de los puntos más álgidos en la filmografía del francés Éric Rohmer, el legendario cineasta y editor de Cahiers du Cinéma, figura clave, además, de ese movimiento renovador llamado Nouvelle Vague. La obsesión por una rodilla es sólo el pretexto para desarrollar una historia que involucra un choque generacional retador; por medio de eternos diálogos sobre el amor y la felicidad, la película busca que el espectador ejecute un trabajo de introspección igual al del protagonista. Jérôme es un hombre maduro a punto de casarse que se reencuentra con Aurora, una amiga novelista que, en su afán de crear personajes, le propone a su amigo convivir con Laura, una jovencita que se siente atraída hacia él, pero a que Jérôme no le interesa. A los 47 minutos de metraje, entra a escena Claire, la hermanastra de Laura que despierta en el personaje principal una extraña inquietud que irá in crescendo hasta una secuencia bajo la lluvia repleta de diálogos con una carga mucho más intelectual que erótica. El estilo fino y estilizado de Rohmer, con una estética que raya en el postimpresionismo gracias a la fotografía de Néstor Almendros, envuelve a los personajes en medio de todas sus vivencias y contradicciones, narradas y divididas como los capítulos de un diario. Amor, deseo y tentación, atraviesan gran parte del trabajo fílmico del director, pero en La rodilla de Claire, esa parte del cuerpo humano se convierte en la metáfora inesperada de las dudas que atribulan a Jérôme. Al final, después de tocar la ansiada articulación, los personajes avanzarán en sus vidas en un desenlace anticlimático, pero innegablemente reflexivo. Ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián y nominada al Globo de Oro como mejor película extranjera en 1971, el filme esconde bajo una máscara de comedia un profundo y lírico estudio sobre la incertidumbre, siempre presente en la naturaleza humana.
Alphaville;Jean-Luc Godard
“Occupé, occupé, libre, occupé…” dice una voz metálica y contundente mientras un hombre es conducido, a través de un pasillo, hacia una sala de interrogatorios. Sus pasos más que una marcha forzada, parecen la coreografía estrictamente diseñada por aquella voz, invisible pero omnipresente, que establece el ritmo bajo el que se mueve Alphaville: una metrópolis que funciona bajo el marco de una lógica exhaustiva y un estricto control de la palabra. En el filme de ciencia ficción, Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) no encontramos un despliegue de efectos especiales, ni una colosal producción; por el contrario, el director recurre a efectos mínimos pero poderosos y a la puesta en acción de uno de los principios de la narrativa distópica: la especulación. A través de una narrativa de ficción, el filme nos muestra un sistema de control social que funciona a través del condicionamiento lingüístico. En este contexto, si la palabra de un individuo es dominada, lo es también su consciencia. Es a través del condicionamiento lingüístico que los habitantes de Alphaville son despojados de un lenguaje para apropiarse del mundo. Si no existen palabras que funcionen como un referente a lo real, éste sencillamente deja existir en tanto no es posible nombrarlo. En un principio, no observamos quién emite aquella voz que interroga y ordena, pero tenemos la certeza de su poderío, del dominio que ejerce. Las palabras desaparecen, son despojadas de su significado y los pobladores de Alphaville viven en un entorno aparentemente perfecto donde no tiene sentido cuestionarse sobre la función explicativa del por qué (pour quoi?) sino abandonarse a la función causal del porque (pasque). Sin embargo, la poesía encontrará resquicios a través de los cuales deslizarse para fragmentar este orden y finalmente, devolverles a los residentes de aquel lugar una de las facultades más importantes del ser humano: la posesión de un lenguaje que les permita construir una identidad y constatar así su lugar en el mundo.
El mate del pastor; Jacques Rivette
A finales de la década de 1950 se sitúa en la historia del cine la corriente Nouvelle Vague, distinguida por tener su propia técnica y narrativa cinematográfica. Enmarcado en este movimiento, encontramos este singular mediometraje de veintiocho minutos dirigido por Jacques Rivette. Claire, (Virginie Vitry) una esposa con una economía estable y aparente libertad, engaña a su marido Jean (Jacques Doniol-Valcroze) con Claude (Jean-Claude Brialy), un hombre joven y con fachada segura. Él le regala un excéntrico abrigo de piel que ella no puede llevar a su hogar, puesto que no tendría ninguna lógica. Los amantes armarán una jugada para que el abrigo pueda usarse con el consentimiento del esposo, sin tomar en cuenta la astuta entrada al juego y la movida final de éste. La historia es elegantemente filmada en blanco y negro. Comienza con el ‘mate del pastor’, el jaques mate corto por excelencia, para terminar con la derrota final de Claire y una copa de alcohol invitada por el ganador. La vida es una partida de ajedrez.
Hiroshima, mi amor; Alain Resnais
Luego de una década cimentando una gran reputación como documentalista, Alain Resnais emprendió el rodaje de su primer largometraje de ficción, Hiroshima, mi amor, soportado por un ambicioso guion escrito por Marguerite Duras. La trama aborda el tormento de una actriz francesa marcada por su relación con un soldado alemán durante la ocupación de Nevers, por lo que su visita a Hiroshima, catorce años después del estallido de la bomba atómica que devastó la ciudad, descubre viejas heridas. Al mismo tiempo, el romance furtivo que sostiene con un arquitecto japonés representa una vía de escape para afrontar ese pasado convulso. La cinta crece y se desarrolla a partir de la voluntad lírica y poética que le imprime Duras al libreto con sus textos, erigiéndose, ante todo, como un manifiesto sobre la fragilidad de la memoria. Cuando Emmanuelle Riva, la protagonista de la cinta, sentencia sollozando que «un día, no me acordaré más», obliga a pensar que, quizá, Amor, de Michael Haneke, haya sido un homenaje (in)consciente a la carrera de Riva, quien precisamente se despidió del cine con la interpretación de una octogenaria jubilada que sufre un infarto cerebral que la despoja de todo recuerdo. Queda para la historia el montaje artesanal de Resnais, con esa herencia ineludible del documentalista. Cinta personalísima difícil de olvidar.