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Grandes películas que no quieres volver a ver

Hay películas soberbias, que supusieron un antes y un después en la historia del cine, pero que, al mismo tiempo, no justifican un segundo visionado por su excesiva crudeza, incomodidad y dilemas morales.

Ven y mira; Elen Klímov

La vida es contradictoria. Es difícil escribir, con honestidad, sobre una película cuyo valor estético es superior y simultáneamente es imposible de tolerar -al menos más de una vez-. Es narrar un dolor necesario y sin placer. Ven y mira (Klímov, 1985), título sacado apropiadamente del apocalipsis, es una película de la Bielorrusia soviética sobre la Segunda Guerra Mundial. Mientras sus contrapartes anglosajonas, aun mostrando los horrores de la guerra, mantienen el heroísmo, el sacrificio para el bien mayor y en los casos del holocausto una absurda partícula de esperanza (La lista de Schindler o La vida es bella, vienen a la mente) como núcleo axiológico; en contraste, Ven y Mira es el retrato crudo de uno de los momentos más oscuros de la humanidad. El viaje de Flyora, un campesino adolescente, comienza con el patriotismo inocente y juvenil cuando es levado por las milicias. La ilusión dura poco y el descenso al infierno es tan súbito como irreversible. La desolación se construye desde los símbolos, con un rifle perdido o un avión en el cielo, hasta arder en uno de los momentos más escalofriantes en la historia del cine. La cúspide del horror no viene de la total indiferencia con la que los nazis calcinan a una aldea entera dentro de un edificio de madera; no, el horror, el miedo y el asco se entrelazan en la cacofonía de sus aplausos musicalizados con cantos tiroleses, Wagner y los gritos desesperados que emanan desde el fuego. Y aun así, el recuerdo que me acosa es el de los rostros eslavos: drenados de vida, de sueños; las miradas azul tenue y profundo de los malditos a quienes les robaron el alma. Flyora, un niño bielorruso despojado de su humanidad, cumple con el destino de su tierra y su sangre, laceradas a lo largo de la historia, y se desvanece dentro de la horda sedienta de venganza. Lejos de un dios que lo único que hizo fue abandonarlo.

Saló o los 120 días de Sodoma; Pier Paolo Pasolini

Con frecuencia escuchamos la siguiente afirmación: “Hay películas para todos los gustos”. Tal aseveración sufre una modificación cuando el gusto del espectador choca con una película que le ha desagradado. “No es apta para cualquier público”, reza esa nueva apreciación. La diferencia entre una y otra radica en que la primera invita a elegir libremente el título a ver, mientras que la segunda es una advertencia para evitar dicho contenido, casi como una prohibición. Y en ese segundo rubro entra la película maldita de Pasolini. Desde su estreno en 1975 hasta la fecha, Saló es percibida como una obra imposible de digerir, una afrenta al cine por ser tan gráfica con la interpretación/adaptación que el director da a la novela escrita por el Marqués de Sade. Perversión, violación, homicidio, sadismo, tortura y coprofagia se muestran como hechos y elementos narrativos de un filme que va más allá de esa textura difícil de asimilar por lo explícita que es. Con base en el criterio del espectador, toda vez que haya podido procesar el impacto visual de cada escena, se asomará a una lectura crítica hacia el fascismo, la guerra, la industrialización y las atrocidades perpetradas por instituciones  y poderes venerados. Ese discurso expresado mediante imágenes perturbadoras pasa desapercibido o se ignora en una primera visión del filme, lo cual es comprensible porque puede resultar alarmante atestiguar cómo una persona come excremento para divertir a seres que se deleitan con ello. Por tal motivo, en aras de hacer un intento por entender a Pasolini como autor, la película obliga a ser revisada otra vez. Pero allí viene la disyuntiva confrontativa: hacerlo o no. Quien la aguante tiene más probabilidades de prestarle atención una segunda ocasión. No ocurre así con aquel espectador que claudica a soportar incluso los 145 minutos de duración en una primera experiencia. Cabe la posibilidad de que Saló sea incómoda, sin embargo, como suele suceder con la relación entre la butaca y la pantalla, igualmente la barrera para recibirla puede encontrarse en quien elige verla. Lo cierto es que este trabajo del señor Pier Paolo tiene la cualidad de no ser indiferente aunque se vea por una sola vez en la vida.

Irreversible; Gaspar Noé

Irreversible (2002) es un viaje que merece hacerse por lo menos una vez. Un ejercicio necesario para entender la forma en que el tiempo destruye implacable y la naturaleza del ser humano es regida por un azar aterrador. La estructura del filme del director Gaspar Noé es desafiante y es una razón más para aceptar la odisea: doce planos secuencia presentados de forma narrativamente inversa, comenzando con los créditos finales y terminando en el arranque de la trama. En orden cronológico, la idea no es tan compleja: Alex (Monica Bellucci) y Marcus (Vincent Cassel) son una joven pareja francesa que despiertan una mañana muy enamorados y ella se entera ahí que está embarazada; ambos acuden a una fiesta con su amigo Pierre (Albert Dupontel), donde después de una discusión, Alex decide regresar a casa sola. En un sórdido túnel de las calles parisinas, la joven será salvajemente violada y dejada en coma por un sádico proxeneta conocido como La Tenia (Jo Prestia). Lo que sigue es la búsqueda del criminal por parte de Marcus y Pierre para cobrar venganza, descendiendo al infierno mismo del sexo y la ferocidad del club homosexual sadomasoquista Rectum. Todo sale mal: crimen sin castigo, muerte y bestialidad imprudente supurando. Los mejores momentos de Irreversible no son los que cargan con su célebre violencia excesiva, lo relevante está en cada reflexión filosófica sobre el tiempo, junto con una visión humanista y emocional de lo frágil de la existencia y lo aterrador de las consecuencias de cada decisión elegida. Gaspar Noé decide iniciar con oscuridad, violencia e incertidumbre, para terminar con una luminosidad que destella en un pasto verde, niños corriendo y aspersor de agua como símbolos de vida que comienza, mientras de fondo suena la Symphony No.7 in A major op.92, Allegretto de Beethoven. Las premoniciones en nada cambian el destino de los personajes, quienes deambulan confiados a la tragedia sin saberlo. Irreversible es una película para verse una sola vez, su crueldad gráfica complica un segundo acercamiento. No obstante, la honestidad del cineasta franco-argentino brota como un reflejo estremecedor de la agresiva e inestable condición humana.

La decisión de Sofía; Alan J. Pakula

Debo haber tenido 8 o 9 años cuando se estrenó La decisión de Sofía (tal cual), épico melodrama de Alan J. Pakula (cuya trilogía setentera acerca de la paranoia adoro con pasión: Klute, The Parallax View y All The President’s Men) sobre el holocausto, la esquizofrenia,  y la nostalgia romántica, adaptada de la muy (entonces) aclamada (pero hoy algo demodé) novelota de William Styron. Fui precoz en mi afición cinematográfica, sin embargo, no la vi hasta pasados los 20. Algo tendrían que ver el hecho de que por esa época vi de contrabando (en un Betamax) Kramer vs. Kramer, que germinó en mí un prolongado rencor hacia Meryl – la perdoné hasta Las Horas y ella lo sabe- y también el que mi madre volviera del cine traumatizada (recuerdo cómo me despertó a besos asustados a la mañana siguiente) por lo que vio. La película, per se, es majestuosa. Telenovela de lujo con realización y actuaciones de primera (aunque Peter McNicol como Stingo, alter ego de Styron, la caga); una secuencia brutal sobre Auschwitz-Birkenau -en realidad solo toma cerca 20 minutos de las casi tres horas de duración- y si bien no es la obra maestra de Pakula (niños, esa es The Parallax View o Klute, ustedes échense el volado), es un clásico de los 80: imposible concebir la culpa del boomer y la década Reaganiana sin esta película (o sin E.T., for that matter). Como Sofía Zawistowska, la Streep está en el súmmum de su primera época (aunque siempre diré que La mujer del teniente francés es superior in toto) y cuando debe tomar la decisión (cuál fruto de su vientre será tirado como bulto al horno de Hitler), brinda un momento magistral como intérprete; imposible sacarle los ojos de encima, igual que es imposible para ella articular palabra (aunque si la comparas con cualquier cosa hecha por Liv Ullmann, francamente se queda corta, pero no seré cruel). Verla, adulto, me hizo comprender que el cine comercial de estudio como conducto de catársis, vino a extinguirse más o menos en la época en que la vi (fines de los 90) y que nuestro refugio sería el cine independiente. Por otra parte, es un filme casi indispensable y lo tengo en mi colección personal. Pero nunca lo quiero volver a ver. Y sé, por su propia boca, que Meryl tampoco.

Nightcrawler; Dan Gilroy

No voy a ser el primer en advertir que el debut de Dan Gilroy —reputado guionista— como realizador en la élite bebe de obras colosales como El gran carnaval, de Billy Wilder, o Taxi Driver, de Martin Scorsese. Lou Bloom, el personaje interpretado por el gran Jake Gyllenhaal, es un paria sin escrúpulos con ínfulas de periodista que persigue la nota roja luego de comprar una cámara de segunda mano y un radio que capta las frecuencias policiales. El horror cotidiano traducido en tiroteos, accidentes y riñas callejeras alimenta el ego y la ambición por escalar peldaños de un hombre que, de otra manera, sería incapaz de abandonar el patio trasero de una sociedad emborrachada de efectismo y espectáculo a cualquier costo. Es una película incómoda, que condena al periodismo sensacionalista y abre, por enésima vez, la herida en torno a la pornografía de la violencia. Hay gente que, parafraseando uno de los diálogos más memorables de la película, no solo quiere salir al aire, sino convertirse en el dueño de la televisora. No estoy listo para recomendar ver la cinta más de una vez, pero si alguien quiere seguir tirando del cordón, este dilema moral lo encarnó mejor que nadie el fotógrafo sudafricano Kevin Carter, miembro del hoy infausto Bang-Bang Club, con aquella histórica postal de la niña en huesos que es acechada por un buitre en medio de una guerra civil en Sudán.

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