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Lecturas de enero

Jorge Luis Borges decía que la lectura era una actividad más resignada, más civil y más intelectual que la escritura. Recurrimos a sus reflexiones porque ninguno de sus libros logró colarse en las recomendaciones mensuales de la redacción de purgante. Por suerte recién estamos terminado enero.

Un beso es un evento y una piedra es una cosa. Sería absurdo preguntarse en dónde estará ese beso mañana, pero, en cambio, podemos preguntarnos en dónde estará esa piedra. Es difícil darse cuenta de que el mundo no está hecho de cosas —de piedras— sino de besos. Es decir, de sucesos. Ésta resulta ser una de las principales sentencias que Rovelli, un prestigiado físico italiano, descubre al escudriñar el orden del tiempo en este ensayo, que compila lo que se sabe, lo que no se sabe y lo que creíamos saber acerca de él. De entrada, el presente no existe. O no al menos en su versión extendida, universal. Eso supone para nosotros un problema incognoscible: no hay una gramática adecuada para explicar que un evento ha sido con respecto a mí, pero es con respecto a ti. El tiempo es discontinuo, dice Rovelli: Dios ha dibujado el mundo a puntitos, como lo hacía Seurat. Lo único permanente en el tiempo es la entropía: a cada rato, en cada segundo, el universo está desordenándose infinitamente. Saber esto nos acerca a la ficción del universo, al relato que no conocíamos.

“Este no era el libro del que quería escribir”, pensé. Y era cierto. Pero fue el único que pude leer sin interrupciones mientras estuve sumido en los estragos de la enfermedad. “Esta será una historia de terror. Será una historia policiaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz”. Leí ese primer párrafo dos, tres veces. Pensé, “mira nada más lo que me está diciendo Bolaño”. Porque me lo estaba diciendo a mí, y yo se los cuento a ustedes. Que cuando escribimos podemos destruir el molde. Que podemos contar nuestra historia como nos venga en gana. Que podemos escribir y ya porque somos capaces de hacerlo. ¿Quién definirá qué se está contando? Pues que lo definan quienes saben. Así comienza Amuleto, la novela que Roberto Bolaño le dedica a Mario Santiago Papasquiaro. Es la historia de Auxilio Lacouture, la madre de los [poetas] mexicanos, esa mujer mística que recorre la ciudad, los hogares y los versos sin saber desde dónde, ni cómo, ni cuándo. O tal vez sí sabe. Y mucho dice de los cielos y de Arturito Belano y de Ulises Lima. Y mucho dice de ella, también. De aquel día de septiembre en que se quedó encerrada en el baño de alguno de los pisos de la facultad y en el cual permaneció trece días de encierro obligatorio. Donde nada y todo se sabe. Hay poetas y hay poemas. Hay calles y hay delirios. Hay cielos estrellados y estrellas distantes. Auxilio dice en cierto momento que no sabe ni cómo ni cuándo ni por qué llegó a México, pero que lo importante es que llegó. Yo llegué al libro, sin saber tampoco nada. Pero si mantuve la esperanza fresca de encontrar auxilio. Podemos decir que pude hallarle. Y ese canto es nuestro amuleto.

Publicada en español por Acantilado, Miedo, de Stefan Zweig, es una nouvelle en la que se narra de forma precisa y cautivadora el adulterio de una mujer casada y burguesa en Viena. Tras años de monótono y rutinario matrimonio, la protagonista, Irene, tiene una aventura con un pianista. Dicha aventura no tiene ningún aspecto romántico, no va más allá de la ruptura con su acomodado mundo burgués, y sin embargo, tras ser descubierta por una vecina de su amante, la invaden sentimientos de culpa, persecución y otros pensamientos rumiantes: varios elementos que conforman un miedo atroz al castigo por su pecado y a que su burbuja burguesa explote. Suenan, sin duda, ecos de Madame Bovary y de Crimen y castigo. Es, en resumidas cuentas, una novelita corta sobre la confluencia del adulterio femenino y los privilegios de la acomodada vida burguesa vienesa.

“Neptuno tiene el pito muy pequeño. O eso parece…” Es la frase con la que se abre una travesía a pie de cinco días (bueno, seis) por los Apeninos, desde Bolonia hasta Florencia. El periodismo de viaje es un arte poco reconocido; sin embargo, existen personas que no sólo se embarcan en él, sino que también sirven como un pincel renacentista que dibuja las historias que viven alrededor de esos lugares. Se convierten en narradores de vida, que van de un lado a otro sin dejar de advertirnos: “Si caminamos rápido vamos a llegar antes y ahora no queremos llegar a ninguna parte”. Y es cierto, en realidad sólo queremos disfrutar el viaje (y las letras), como el que Ander Izagirre nos descubre a través de la historia (antigua y no tanto), la botánica, el arte, la religión, los dioses y los pasos de los campesinos. Todo lo que nos lleva a imaginarnos la vida. Lo que sucede o lo que sucedía mientras nosotros pisamos unos pasos que regresan en el tiempo. En Cansasuelos, el periodista donostiarra nos habla de nazis, centauros, hombres voladores, Garibaldi, la mercadotecnia religiosa e incluso de un caracol. Seis (casi cinco) días en los que el narrador descubre algo más. Aunque eso queda en el lector descubrirlo. Hay libros que son hechos para pasearlos, otros son los que te llevan. Y éste, es uno de los últimos.

Bajo la edición de Ana Becciu, Poesía completa de Alejandra Pizarnik es el libro imperdible de la poeta argentina. Resulta inevitable sumergirse hasta el abismo de su vida en compañía de sus más grandes miedos, su erotismo vehemente, sus ausencias y muertes, pero sobre todo de sus oscuros silencios que la enjaulan y la enmarcan como una de las plumas más pasionales, desoladoras y solitarias. Leer a Alejandra Pizarnik es entrar a un viaje poético frágil y fugaz, donde el único anclaje para sobrevivir a la realidad es su prosa más íntima, la cual logra desbaratarnos con tan sólo un verso. En su poesía completa encontramos algunos de sus grandes libros, como Las aventuras perdidas (1958) y El árbol de Diana -con prólogo de Octavio Paz- (1962), además de otros poemas inéditos de sus manuscritos que son una invitación tan sublime como trágica a lo más profundo de su existencia.

La tradición norteamericana es profundamente oral. Prueba de ello son poetas de la talla de William Carlos Williams o Denise Levertov. De ahí, que Vivian Gornick nos hable, a través de sus relatos en Mirarse de frente (Editorial Sexto Piso), desde la topología de la memoria. Sin duda, su reflexión se proyecta tanto en la intimidad como en el escenario literario. Ya sea en los vaivenes de la academia o en un estudio sobre la amistad, Gornick configura una crítica sistémica a la sociedad  patriarcal y a la condición humana. Se podría decir que sus historias son paisajes, donde el realismo se convierte en un concepto que nos permite analizar la relación política que subyace a las formas de dominación mediante las cuales se codifican los espacios públicos. Es por eso que sus textos son, al mismo tiempo, un ejercicio creativo de cara al futuro, cuya legitimidad siempre se juega en el presente de la palabra.

Un pequeño conjuro hecho novela. Libro, quizás se podría llamar. Hechizo, melodía, folclore, receta, letra. Escrito con ingenio, mucha magia. El mito de Baba Yaga hecho, al fin, material de cuentos para brujas modernas. O de todas las épocas.

Si bien Zona de Obras, de Leila Guerriero, no es como tal un libro sobre el por qué de la escritura, sino sobre el por qué y para qué escribe un periodista, el libro ofrece un compendio de reflexiones brillantes a cargo de la periodista argentina. Lo que Guerriero aborda en casi doscientas páginas se aleja de la reflexión academicista y se asemeja más a una guía de vida: en Arbitraria suelta una perorata que más que consejos para ejercer el oficio periodístico es un grito que busca decirnos cómo vivir. Tengan algo para decir, tengan algo para decir, tengan algo para decir. Luego brama contra aquellos fundamentalistas de las escuelas de periodismo: el oficio no está destinado solamente para los coleccionistas de diplomas, así como sacar la camarita y subir un suceso a redes sociales no te convierte, tampoco, en periodista. El periodismo está en otro lado, y Leila busca dilucidar con absoluta lucidez, valga la redundancia, dónde. Veo prudente replicar en universidades la posibilidad de afrontar el periodismo con nuestros propios referentes. Dice Mark Fisher que nunca se afronta con mismo interés ni intensidad aquello que nos maravilló durante la adolescencia. Tenemos nuestros referentes -para mí, el amor sigue pareciéndose mucho a la última escena de Antes de la Medianoche-, y es prudente abordar la crónica como catarsis propia desde ahí. Vuelve Leila: tengan algo para decir, tengan algo para decir, tengan algo para decir.

En su día, Mónica Ojeda explicó que para la escritura de Nefando se propuso cazar experiencias corporales extremas. Quizá el gran mérito de la escritora ecuatoriana haya sido precisamente ese: transmitirle al lector esa sensación de tensión e incomodidad con la que está construida la novela. Más que encarnar un grito de denuncia sobre la pederastia, la explotación sexual, el incesto o la xenofobia, Ojeda se propone que sean sus propios personajes los que indaguen, exploren y cuestionen sus realidades llevando el lenguaje hasta sus últimas consecuencias. La estructura narrativa polifónica recuerda por momentos a Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Siendo el caso, nadie le puede reprochar a una escritora latinoamericana afincada en Barcelona haber encontrado sosiego en Bolaño. Lo único reprochable, en todo caso, es no haber llegado a Nefando antes.

«Exponer en voz alta su dolor -su ridículo dolor- la hará aún más vulnerable. Y, sin embargo, no hablar, callárselo todo, no hace que ese dolor desaparezca». Nat una escritora joven que se muda a una localidad rural, un pueblo remoto con pocos habitantes llamado: La Escapada. Una aurora similar a la de Annie Ernaux en Pura pasión, una mezcla de sumisión y rendición. Sara Mesa nos toma de la mano y nos adentra a la mente de Nat, sus deseos, pensamientos. Se puede sentir la soledad, el desespero, los rincones oscuros de sus prejuicios, idealizaciones y conflictos internos. Un libro que arrastra de inicio a fin. Se respira una atmósfera incómoda, con personajes oscuros, abusos, humillaciones, rechazo y culpas a lo largo de la novela. Nat se deja llevar por un victimismo desmedido, justificado por una serie de historias que la marcaron en el pasado. Es una víctima y está al tanto de su comportamiento. Un Amor, paradójicamente, no es una historia de amor. Se presenta en un ambiente que sofoca y que propicia la desesperación y los pensamientos negativos. Es la historia de una forastera en un pueblo de forasteros, en el que la paz es una utopía. En la que fuera una de las mejores novelas del 2020, Sara Mesa logra lo que muy pocos escritores logran: hacernos sentir que somos dueños de la historia y tenemos el poder de modificarla.

Signos vitales, opera prima de Vanessa Téllez, se compone por veintiocho capítulos breves de una prosa poética que taladra la cabeza. Imposible no empatizar con Zoé, quien, a días de morir, repasa de su legado y confronta al padre para sanar las heridas, y así morir viendo de frente y en paz a la muerte.

Esta es una versión empastada de una carta de Chimamanda dirigida a una de sus amigas, quien le pidió consejos sobre cómo educar a su hija en el feminismo. La autora, sorprendida (aunque experta en la materia), tampoco lo sabía; sin embargo le entregó quince sugerencias para que su hija creciera entendiendo el mundo y la sociedad de una manera distinta. El gran pilar se sostiene en desaprender conductas y aprender otras. “Jamás hables del matrimonio como un logro. Encuentra maneras de aclararle que el matrimonio no es un logro ni algo a lo que deba aspirar. Un matrimonio puede ser feliz o desgraciado, pero no un logro.”

Existen diferentes tipos de libros: están los que te quitan el sueño y los que te hacen ir a dormir (con una sonrisa). También los que te hacen sentir mal por no haberlos descubierto antes; y los que llegaron en el momento perfecto. Algunos otros, te hacen identificarte con cada línea ahí puesta; y, como la vida misma, los que tienen ciertos pasajes incomprensibles. Asimismo, los que comienzas y no paras hasta llegar al punto final y los que abandonas e ignoras por el miedo a que terminen. Hay otros que, al leerlos, te despiertan esas ansias de ponerte escribir; y los que te provocan unas ganas inmensas de llorar porque, al pasar la última página, comprendes que ya lo dijeron todo. El idioma materno de Fabio Morábito es uno de los libros antes mencionados; el que sea.

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