Woody Allen y el cine que se subraya

El solo hecho de proponernos reseñar la filmografía completa de Woody Allen estuvo cerca de provocar un golpe de estado en la redacción. Menos mal que al final el sentido común logró imponerse con relativa holgura y determinamos elegir algunas obras específicas del inabarcable universo mitológico del cineasta neoyorquino.

Annie Hall (1977)

«Terminé el rodaje antes del plazo estipulado y sintiéndome seguro de mí mismo, lo que solo podía significar que iba directo al precipicio», dijo Woody Allen sobre la mítica Annie Hall, donde además de dirigir encarna el personaje de Alvy Singer, un comediante frustrado y neurótico que bordea en lo autobiográfico, muy alejado del galán viril y bien peinado de las películas románticas tradicionales. En un principio titulada Anhedonia —que se define como la incapacidad para experimentar placer—, Allen se decantó por Annie Hall inspirado por el apellido real de Diane Keaton, fiel escudera del cineasta y coprotagonista de la historia. Obviando el hecho de que la cinta definió el estilo de su creador e implicó el salto definitivo en su carrera fílmica, nos situamos ante una comedia cálida y adulta, una obra fragmentada que bajo la mirada del protagonista analiza los comportamientos, impresiones e idealizaciones de una relación fallida, la mezcla perfecta entre el amor y el drama. Con múltiples recursos narrativos, metáforas visuales, el constante derrumbe de la cuarta pared, la pantalla dividida, los saltos de tiempo, los subtítulos reflejando los pensamientos e innumerables líneas, reflexiones y escenas que perduran y funcionan mucho mejor en la actualidad.

Interiors (1978)

De aquella faceta en que Woody Allen estaba completamente enloquecido con la filmografía de Ingmar Bergman, se nombran cintas como Husband and Wives (1992) y Hanna and Her Sisters (1986), pero se olvida, en la mayoría de los casos, nombrar Interiors (1978): el ejemplo extremo de la influencia y fascinación bergmaniana en la filmografía del neoyorquino. Una familia adinerada en una elipsis dramática sin rumbo en la que la disección de los comportamientos (humanos) deviene en retrato detallado de una inexorable decadencia: el estado máximo de la angustia, el dolor, los celos, el desazón, el abandono, el resentimiento. El esposo escurridizo decide abandonar a la esposa. Ella, habiendo tenido un pasado infernal y siendo, por qué no, pilar de todo, recurre al refugio de la compañía incondicional: la familia: sus tres hijas, quienes no se encuentran en el mejor punto de sus vidas. En efecto: nada está a su favor: parece que nada podrá salir bien. Es una cuerda sostenida por algo endeble, donde todo está a punto de derrumbarse para llevarse consigo todo a su paso al menor movimiento. Pero todo encaja y parece ser pieza fundamental, aunque sea para reventar ventanas y destruir hogares. La cinta no es, al final, un ejercicio de intelecto por caridad o gratuito o sin razón, sino un ejercicio muestra de la dupla brillante que son la genialidad y la admiración. En un drama como el que se cuenta en Interiors, la amargura se disfraza de alivio para que así, entonces, la historia pueda estar contada. 

Hannah and Her Sisters (1986)

Hannah y sus hermanas es una suerte de tercero en discordia: ubicada a la sombra de Manhattan y Annie Hall, unánimes obras maestras de Woody Allen, pero sin desmerecer un ápice. En ella convergen Mia Farrow, Dianne Wiest -se roba la película- y Barbara Hershey. Poca cosa. Quizá las dos películas arriba mencionadas son más tribuneras en el sentido de que cuentan con escenas memorables -los finales, para acabar pronto, son inolvidables-, pero en Hannah uno podría encontrar mayor cohesión. La película es una sola, difícilmente podrían recortársele escenas y mostrarlas descontextualizadas, como sí sucede en prácticamente toda la filmografía de Allen -recordemos siempre que inició como escritor de gags. Pero el diálogo. El diálogo. El diálogo. Inyéctenme cada línea de esta película. ¿Será posible subrayar una película? Dice Jorge Herralde que Ricardo Piglia es el escritor más subrayable que haya leído jamás; yo opino lo mismo de Woody Allen. Hay que atacar la pantalla con un marcatextos. Algo pasa con Woody Allen que es absolutamente palpable en esta película: podríamos simplificarlo como una tendencia teatral, la de la escena larga, con una cámara que no tiene ningún interés por lucirse más allá de lo que pueda captar en los actores. Es un acto común en Allen, pero quizá aquí encuentra su ejemplo más claro. Yo lo establecería como una mera curiosidad por ver qué se le ocurre hacer a los personajes que él mismo creó si estira la escena un poquito más, como una suerte de autor que se aceptó derrotado y rebasado por su propia creación y no tiene más remedio que disfrutar cómo ésta se hace y deshace.

Sweet and Lowdown (1999)

Vamos al trapo: Woody Allen es el ejemplo perfecto de que hay que separar el artista de su obra. En el cine, todo bien. Bueno, no todo, pero teniendo en cuenta la totalidad de su obra, podemos decir «todo bien». Como cuando te preguntan «¿qué tal?» y tu respondes «todo bien». Puede que si te pones a pensar haya cosas que son bastante terribles, pero el balance sigue siendo bueno. En cambio, si le preguntas a Woody Allen «qué tal», te va a responder con «todo mal». Recapitulemos: un genio en lo suyo, el mejor del mundo podríamos decir. Solo hay alguien que está por encima de él, la única persona a la que es incapaz de enfrentarse. Él mismo. En dos ocasiones lo intentó, pero se desmayó antes de ni siquiera saludarse. Acordes y desacuerdos es la personalidad de Woody Allen concentrada en una película. Un cóctel molotov de paranoias neuróticas, filias sexuales bizarras y mucho, mucho, muchísimo ego. Pero no falla ni una nota. Guiño, guiño. Grabada en plan documental catastrófico, consigue hacer que creas que Emmet Ray existió y se pasaba las noches tocando la guitarra, disparando a ratas y emborrachándose mientras veía pasar los trenes de mercancías. El artista jazzístico por excelencia. El lado más personal de Woody, la música. Aunque, estoy seguro de que si grabó una película sobre sí mismo —llamémoslo pseudónimo— tocando el jazz que hace llorar a Dios, es porque toca fatal el clarinete. Lo siento, pero es así.   

Match Point (2005)

Match Point cuenta la historia del traslado a Londres de una expromesa del tenis, un soñador y bohemio Jonathan Rhys-Meyers que va perdiendo paulatinamente su identidad al contraer codiciosamente matrimonio con una mujer rica (Emily Mortimer) y al enamorarse deseosamente de otra mujer (Scarlett Johansson). A través de una metáfora tenística, y en un claro retrato de la ambición y la falta de escrúpulos, consigue hacernos reflexionar sobre el amor, el deseo, la codicia, los sentimientos de culpa o la muerte. ¿A quién no se le ha quedado grabada en la retina esa primera escena en la que la pelota de tenis se queda por un instante anclada en la red, sin saber en qué lado caerá? La vida es como un partido de tenis. Esa delgada línea que separa la victoria de la derrota. El éxito o el fracaso. Y parece que el éxito siempre cae en el mismo lado: «Aquel que dijo más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida tiene que ver con la suerte», sentencia Rhys-Meyers en esa primera escena. Da un poco de vértigo, y a la vez intriga, pensar en que siempre habrá algo que escape al control: «Toda existencia es puro azar». Yo también me perdería en esos ojos verdes. Querría leer en ellos, una y otra vez, la culpabilidad de sus actos cometidos. Con pasión. Mientras llueve. Y en un campo de trigo.

Midnight in Paris (2011)

Woody Allen propone un regreso al pasado: vivir los tiempos que en el presente admiramos y conocer a nuestros artistas favoritos, convivir con ellos, nutrirnos de sus pensamientos, saber el cómo vivían, enterarnos de sus romances vividos, la vestimenta que usaban. Midnight in Paris es un homenaje a la Francia romántica y su apogeo como epicentro cultural —no por nada los artistas surrealistas, escritores, poetas, pintores, etcétera, les gustaba visitar en demasía el país, específicamente, la ciudad de París, porque es hermosa en cuanto a inspiración y catártica para terminar una obra en desarrollo. Una obra se caracteriza por mostrar el interior del artista, explorar su sensibilidad, su perspectiva sobre la realidad. Por eso Gil —interpretado por Owen Wilson— es la representación de la soledad que implica ser dueño de las letras, ser intérprete de aquellos sucesos que ocurren cuando las demás personas duermen, callan o ignoran por vivir una normalidad que para los artistas y amantes de su arte les parece aburrida, monótona, sin ningún proceso para avanzar. Veo en Gil un espejismo del propio Allen, un retrato del cómo se veía —o posiblemente se siga viendo— en su proceso de creación cinematográfica; de hecho, las referencias y personajes que incluye en su largometraje le dan al espectador una sensación de melancolía. Por lo tanto, es una película enamorada de sí misma, o mejor dicho, de sus fuentes de inspiración: el romanticismo francés, la ciudad de París, el arte en general y una mirada párvula sobre la toma de decisiones en el amor y el cómo debemos seguir siempre lo que el corazón y nuestro interior nos señala, porque todo ocurre en una medianoche, en una ciudad que vemos, pero no estamos en ella —o quizá sí.

Irrational Man (2015)

Irrational Man tiene demasiadas fisuras para encontrar un sitio privilegiado en el universo fílmico del legendario Woody Allen, pero no hay nada más conmovedor que una cinta menor que se regodea deliberadamente en sus propios fallos. Hay diálogos potentes, porque no puede haber una película de Woody Allen sin líneas memorables, pero ni Joaquin Phoenix ni Emma Stone terminan por devorarse la historia. Sí, sí. Que por qué la elegí. Anticipo que hay varios motivos. El primero quizá parezca algo innoble a ojos del respetable, pero soy incapaz de pasar por alto el hecho de que Phoenix, con esa aura de rockstar, se presuma escandalosamente atractivo aún encarnando a un profesor decadente de filosofía, con el vientre exageradamente abultado. El otro factor es el guiño descarado a Dostoievksi. Que si, que no es ninguna novedad, y menos cuando se trata de los dilemas morales que plantea Crimen y castigo, pero las referencias metaliterarias de Woody me vuelven absolutamente loco. Ninguna como la oda a Balzac en Annie Hall tras haber sostenido relaciones sexuales con Diane Keaton —Como dijo Balzac: Aquí nace otra novela—, pero siempre, sin importar si la película termina por estar bien o mal resuelta, resultan entrañables. Pasó por mi mente endilgarles Café Society por el simple hecho de que Blake Lively aparece en el reparto, pero, pese a todo, me sigo rigiendo bajo determinados códigos morales como prescriptor. 

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