También la noche

Ella sabe perfectamente lo que ocurrirá en ese ascensor.

“Era de noche”, decían. Contaron el inicio de la historia por mí.

“Era de noche” cuando una Josefina de quince años y recién llegada a Vinaròs, un pueblo del norte de Castellón, volvía a casa, esto es, al piso donde convivía con sus padres. Había pasado parte de la tarde en el gimnasio, puesto que su padre, ginecólogo, le obligaba a tomar anticonceptivos que la hinchaban. “Anticonceptivos sin uso”, pensaba, triste, mientras cruzaba el pueblo casi desierto; puesto que ni tenía retrasos menstruales ni mucho menos novio o cualquier variante.

La noche era fría, más debido a su sudor frío que a la atmósfera. Una vez cruzado el centro, ese martes, un martes cualquiera, se adentraba en el barrio cercano al puerto, donde radicaba su domicilio. Fue entonces cuando tres chicos de su edad, que parecían hermanos, salieron de un pequeño bar. Ella aligeró los pasos, casi instintivamente, pero se dijo: “solo uno es mayor, los otros dos no tienen ni mi edad”. La falsa autoconfianza. Cruzó la plaza Primero de mayo, casi rectangular y ya a apenas dos cuadras del domicilio. Comenzaba a oler el puerto y a pensar en la cálida ducha de un cuerpo que no miraría al espejo. Interrumpieron sus deseos y sensaciones las risas de los tres chicos, que seguían detrás. A poco de girar a su calle, se detuvo.

-¿Dónde van?- Dijo tímidamente, pero con el cuerpo doblado del hacia ellos, a sus tres cuerpos, seis ojos.

-Al puerto, loca. ¿Nos acompañas?

-No… ¿Me están siguiendo?

-No -dijeron entre risas-. Vamos a la playa del puerto.

Retomo su camino, a escasos cuatrocientos metros de su edificio, de su portal. Los chicos dejaron de reír y la miraron mientras seguían el camino de la acera de esta misma calle hasta girar. Una vez los perdiera de vista, Josefina buscó sus llaves con sus temblorosas manos. Encontradas las llaves e insertadas en la cerradura del portal, un abrazo y empuje desde atrás. Es una pena, piensa la actual Josefina, que deba usar la palabra “abrazo” ante semejante episodio, la verdadera antítesis de lo que aporta un abrazo. Caída al suelo del edificio, se da la vuelta rápidamente, espalda abajo. Ya no tiene la llave. Ve ante sí tres figuras a contraluz. Se levanta, pero es impulsada por los tres hacia la pared. Cosas que parecían besos entraron en su boca. Manos palparon sus pechos, culo, ano, vagina. Pegó al más pequeño de los tres hermanos. No fue hasta después de esa patada en la cara que se dio cuenta: el chico, también participante, no debía llegar a los seis años. De nuevo forcejeos, tocamientos más fuertes y manos que agarraban lugares nuevos (cuello y mentón). Anticipándose, con la boca gritó alto: “Mis papás viven acá, en un tercero. Déjenme”. De nuevo las risas, esta vez quizá más nerviosas. “Parecías muy sola. Déjanos que te acompañemos a tu puerta. Nos presentas a tus padres y ya no quedas como una zorra”.

Temblando, con los pechos al aire, recoge deprisa las llaves que habían caído al piso. Corre y sube los primeros peldaños. La consiguen retener y hacer esperar a que baje el ascensor. Ella sabe perfectamente lo que ocurrirá en ese ascensor. Una vez llega la empujan, esta vez suavemente, un empuje suficientemente débil como para conseguir apenas poner sus pies a la vera del ascensor y activar la alarma de emergencias de este. Vieja manía que tenían sus amigas al venir a su casa: nunca pensó que esa niñería esta vez le serviría. Recibe como revancha dos golpes en la cabeza y cuello, pero la alarma es ensordecedora para esas seis orejas, que se mueven de forma cada vez más errática. Consigue correr y subir las escaleras a la izquierda del ascensor, justo hacia el tercer piso. Sabiéndose perseguida, toca las puertas del primero (detrás siguen las risas y sombras), segundo (ahora solo risas), y por fin, tercero. El buen abrazo delantero de la madre, ante los sollozos de la hija, coincide con las últimas carcajadas desde el portal y la atención de los vecinos.

“Es de noche”, dijeron los vecinos, maestros y conocidos. Una niña no debe salir a esas horas, ni siquiera volviendo del gimnasio. Es de noche cuando hoy escribo este texto. Es de noche cuando trabajo. Es de noche cuando la historia es mía. Me encantan las calles. Y también la noche.

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