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Especial de cine canadiense

Desde la sombra alargada de los Cronenberg y Dennis Villeneuve, pasando por una referencia del cine independiente como Atom Egoyan, hasta la impronta de un clásico como Norman Jewison y una directora novel como Geneviève Albert. Este es el compendio de películas recomendadas por la redacción purgante para abordar el cine canadiense.

Infinity Pool; Brandon Cronenberg

A través de Infinity Pool (2023), el director canadiense Brandon Cronenberg —quien en su nombre lleva una penitencia que en realidad no lo es tanto— construye un lugar seguro para la liberación de las pulsiones y la desinhibición del instinto que enorgullecería a Sigmund Freud al ver representado su aparato psíquico en un país tan bello como tenebroso llamado Li Tolqa, en donde se alberga un resort que mantiene a los personajes principales dentro de sus propios límites yoicos «no está permitido salir de los límites del resort» hacia las normas superyoicas de lo social y lo moral, y prohibiéndoles toda cercanía con aquellos terrenos que representan el dar rienda suelta a su ello o saciar lo instintivo y lo impulsivo que también deja salir al inconsciente. James (Alexander Skarsgård), un escritor emocionalmente emasculado, mustio figurín, es una bomba esperando a explotar que en sus vacaciones maritales conoce a Gabby, el catalizador ensoñado de todos sus deseos y la invitación a pecar que rompe con su fingida santurronería en la inigualable Mia Goth. Ambos están casados y vacacionando con sus respectivas parejas, pero la tensión y atracción entre ellos es inmediata. Durante una escapada fuera del resort, los deslices comienzan a suceder y los deseos a ceder hasta que un accidente mortal cambia el rumbo de sus viajes. Cronenberg, a su vez, mientras elabora una sesuda crítica social hacia las élites y los círculos de poder que ven en cometer atrocidades y el exotismo una oportunidad de jugueteo y vacaciones, nos vuelve testigos y un poco cómplices de uno de los peligros más utópicos que se pudiera imaginar: el hombre venciendo a la muerte. Por medio de un loop de muerte infinita que homenajea al thanatos —pulsión de muerte, tendencia a la muerte—, los personajes son capaces de verse morir una y otra vez como consecuencia a sus crímenes y saliendo victoriosos ante el castigo. Es decir, si la muerte no los puede reprender, ¿qué puede hacerlo? Cronenberg, como reverberación de su padre, en esta ocasión convierte al hombre en un ser supremo que se sabe invencible y se embriaga en su propio poder, lo cual es sumamente peligroso para aquellos que no pueden contar con dicho privilegio.

Exótica; Atom Egoyan

Exótica (1994) del director armenio-canadiense Atom Egoyan, es un mosaico en el que cinco personajes orbitan alrededor del club nocturno Exótica, ubicado en Toronto. Christina (Mia Kirshner) es una joven stripper que baila para Francis (Bruce Greenwood), un cliente que acude todas las noches para hablar con la chica. Solo hasta el último plano de la película, quedará clara esta bizarra relación en la que Christina afirma: “Yo le necesito para ciertas cosas y el me necesita para otras cosas”. El cine de Egoyan tiene una obsesión por la soledad y la culpa; en Exótica, estos temas alcanzan momentos de altísima importancia, siendo, quizá, el filme más emotivo y reconocido del cineasta. Las demás historias entrelazadas abarcan a la dueña del night-club, Zoe (Arsinée Khanjian), el DJ del lugar, Eric (Elias Koteas) y al dueño de una veterinaria con negocios ilícitos, Thomas (Don McKellar). Todos estos personajes no deberían, pero están conectados a través de un laberinto narrativo no lineal que va revelando secretos y culpas. Dolor y erotismo se funden para buscar la salvación de un hombre y una joven que viven con el alma rota, producto del abuso y la pérdida. Una historia en apariencia sencilla, dentro de una atmósfera inquietante, que va revelando personajes psicológicamente vulnerables. Exótica compitió en 1994 por la Palma de Oro del Festival de Cannes, llevándose el premio FIPRESCI de ese certamen; en el Festival de Toronto, obtuvo la presea como mejor película canadiense. Dice Atom Egoyan a propósito del filme: “Quería construir el guion de Exótica como si tratara de un striptease, a fin de revelar progresivamente los elementos de una historia con una gran carga emocional. Los personajes de la película se mueven entre una serie de rituales y rutinas que definen su soledad y el sentimiento de desesperación que les envuelve. A veces pueden parecer perversas o absurdas estas actividades por medio de las cuales la gente transforma su sufrimiento en mitos o leyendas fabricados por ellos mismos. Yo creo que para los seres humanos no hay nada más fascinante que el exotismo de su propia existencia.” Se trata de una de las mejores películas canadienses de todos los tiempos; Egoyan, como un autor auténtico, creador de un estilo propio e inconfundible, es también el culpable de las joyas: El liquidador (1991), The Sweet Hereafter (1997) (nominaciones al Oscar como mejor director y mejor guion adaptado) y El viaje de Felicia (1999), historias donde el quebranto desborda en cada secuencia.

Noemí dijo que sí; Geneviève Albert

Noemí dijo que sí, el primer largometraje de ficción de la también documentalista canadiense Geneviève Albert, podría ser interpretado como una adaptación libre de la sórdida ópera prima de la brillantísima provocadora Nelly Arcan, Puta, un grito de rabia adolescente que deviene en un desgarrador testimonio sobre la prostitución de lujo en la Montreal francófona. Quizá ahí resida el gran mérito de Albert: ponerle sombra a una ciudad casi siempre idealizada, sacando su lado más obscuro a partir de lo que sucede tras bastidores en el Gran Premio de la Fórmula 1. El montaje que propone Albert para empatizar con el calvario de su protagonista adolescente, una muy convincente Kelly Depeault, puede ser problemático según qué perspectiva. Por un lado, esa sucesión de imágenes torrenciales, glorificadas con el contador de encuentros sexuales que vemos en pantalla, coquetean peligrosamente con la pornografía de la violencia. Desde el punto de vista de la realizadora, “es la manera que encontré para sumergir al espectador en una experiencia sensorial y visceral del mundo de la prostitución, más que en un posicionamiento intelectual que tuviera que ver con el mundo de las ideas”. Peor o mejor logrado el resultado, yo celebro la valentía de Albert al desromantizar la organización de un evento deportivo asociado al glamour como supuesta bonanza social, cultural y económica y, al mismo tiempo, al problematizar, desde el título elegido para la cinta, las distancias conceptuales que se han construido en torno al trabajo sexual y la trata de personas. 

Al calor de la noche; Norman Jewison

El especialista forense Virgil Tibbs (Sidney Poitier) visita al señor Elcott en su invernadero como parte del protocolo de interrogatorios durante la investigación del crimen de Colbert. Indignado por ser interrogado a manos de un agente de raza negra, Elcott propina una bofetada a Tibbs, quien a su vez responde con un golpe similar. Es una de las escenas más memorables en la historia del cine por su valor cinematográfico y por lo que representa. No solamente se trata de una ficción basada en la novela homónima escrita por John Ball, sino también una obra de denuncia contra el racismo en Estados Unidos, en este caso específico dentro de Misisipi, estado sureño con profundas raíces racistas y fuerte presencia de supremacistas blancos. Detrás de cámara se encuentra la dirección de Norman Jewison, un realizador canadiense que arribó a territorio estadounidense en la década de los 50 y presenció la evidente segregación racial en algunas zonas de la nación. Esto despertó en él un sentimiento de rechazo hacia el trato que recibía la población afrodescendiente por el color de piel. El momento de manifestar explícitamente su sentir llegó con Al calor de la noche, en 1967, y lo hizo fijando una postura contundente con la bofetada que Tibbs le regresa a Colbert: si el blanco pega, el negro tiene derecho a responder. Dota de autoridad al personaje de Poitier con el cargo policíaco que ostenta, un rol respetado por la comunidad blanca; los supremacistas no solamente tienen que verlo de igual a igual, pues además deben mirarlo hacia arriba les guste o no, tal como lo sugiere en la escena descrita a través de Bill, el jefe policíaco local interpretado por Rod Steiger que presencia el respeto que impone Tibbs. La película llegó a cines en el marco del Movimiento por los derechos civiles, un período histórico trascendental para la población afroestadounidense que inició con el boicot de autobuses de Montgomery y culminó meses después del estreno de Al calor de la noche con el asesinato de Martin Luther King. La formación profesional de Jewison en Canadá y sus principios como individuo comulgaron en este filme hollywoodense que bien puede apreciarse como una obra de autor. Confeccionó un thriller que alberga con fuerza el discurso que imprime contra la injusta superioridad asumida por un sector que menosprecia a sus pares por una cuestión racial. No fue un director que sólo se preocupara en saber qué contar y cómo hacerlo, sino que se interesó en otro cuestionamiento aún más relevante en su filmografía: para qué contarlo. En ese sentido, Jewison halló en la pantalla grande un vehículo para denunciar mediante el aparente entretenimiento. 

The Brood; David Cronenberg

Si usted viera a Nola Carveth en cualquier lugar: un supermercado o a la puerta de la escuela de sus hijos, pensaría que es un ama de casa de belleza notable y dulce sonrisa; si la conociera mejor, pensaría lo mismo, pero advertiría que tiene un carácter que debe tomarse en serio. Un carácter fuerte. Pero, si la viera, encarnada por la majestuosa Samantha Eggar (nominada al Oscar en 1966 por The Collector) en este filme de David Cronenberg, seguramente usted además de todo lo anterior, le tendría miedo. Mucho miedo. Filmada después que Cronenberg pasara por un divorcio atroz y literalmente tuviera que raptar a su hija mayor, luego de que la madre se uniera a un extraño culto de personalidad que no solo rompió su matrimonio, sino que puso en peligro a la niña de 5 años, The Brood es lo que se consideraría, en un canon que incluye obras cumbre como Scanners, Videodrome, A History of Violence, The Dead Zone o The Fly, la primera obra de arte transgresor del cineasta. Con Oliver Reed a la cabeza, en el rol de un psiquiatra carismático y manipulador que descubre la manera de hacer que sus pacientes “manifiesten” sus emociones negativas para “librarse de ellas”, esta cinta habla de las consecuencias del abuso (en todas sus formas: el sexual, el psicológico, el de sustancias, el de poder) y cómo afecta esto a un círculo de humanos desprevenidos. Una serie de brutales asesinatos ocurre en Toronto; todos relacionados con la familia de Frank Carveth (Art Hindle), quien está en lucha contra el doctor Raglan (Reed), ya que su pequeña hija fue violentada durante una visita a su madre en la clínica privada donde Nola está internada: así, los suegros de Carveth, así como la maestra de kindergarten de su hija, encuentran muertes violentas a manos de una cuadrilla de niños (aparentemente) o bien, enanos asesinos, sin cara ni órganos, que se materializan cada vez que la ira largamente contenida de Nola (quien, se explica, fue maltratada por una madre neurótica y un padre ausente y alcohólico) se desborda, lo que da a pie a algunas de las set pieces más escalofriantes en la carrera de Cronenberg. Filme muy personal, hecho en su juventud (tenía 35 años), este perturbador retrato de la descomposición de una familia, es implacable, alucinante y tiene un irresistible aire de tragedia shakespeareana, amén de espléndidas actuaciones y la fotografía naturalista por parte de Mark Irwin (el mismo que filmó aquella memorable secuencia de 15 minutos al inicio de Scream de Craven, en el ’96), así como una de las primeras partituras de Howard Shore para Cronenberg, con quien ha sido dupla tantas veces, con éxito. No es una película para todos: en su estreno, hubo quien no la entendió y se cagó en ella, acusando a Cronenberg de misoginia (uno diría más bien, misantropía) y crueldad — la escena del kinder es especialmente superbestia–, pero al paso del tiempo (y ha envejecido con gracia) este ejercicio de melodrama emocional y body horror (hagan de cuenta que Bergman hubiera filmado Alien) sigue siendo efectivo y, sobre todo, revelador. Quien la ve, al menos una vez, no consigue olvidarla jamás.

Enemy; Dennis Villeneuve

De título original Enemy (aunque en Hispanoamérica sí se utilizó el homónimo de la novela de Saramago: El hombre duplicado), estamos ante el sexto largometraje del director canadiense Dennis Villeneuve. La historia se centra en un profesor de Historia que descubre, casualmente, que hay un hombre que es idéntico a él. Incapaz de simplemente dejar pasar el descubrimiento, el ofuscado protagonista emprende una frenética, acaso enfermiza, búsqueda por su doble. En este provocador thriller de suspenso, Villeneuve da signos de haber encontrado su lenguaje cinematográfico idóneo. Si bien es cierto que en Incendies y Prisoners, predecesoras de Enemy, ya se percibía a un director solvente e inusitadamente original, es precisamente en la película de 2017, protagonizada por Jake Gyllenhaal, en donde podemos encontrar ese ojo de autor distinguible en cualquier fotograma y que sigue acompañándolo hasta la fecha. La película, ahogada todo el tiempo en un pulso de tensión creciente, juega con el irrisorio absurdo de sus acontecimientos. Fernanda Solórzano la calificó como “… un logro que, fácilmente, pudo haber caído en un humor involuntario”. Sin duda, mucho de ese mérito para mantener el interés sin ser revolcado por las olas de la confusión surge de la imagen, de la enorme precisión en su estética. Y es que las películas de Villeneuve no podrían ser entendidas sin la construcción de sus imágenes (cualidad llevada a un nivel de virtuosismo pictórico en la saga de Dune o en la secuela Blade Runner: 2049), prueba de que el estilo del director parece no tener límites. Dotada de un buen número de escenas con cargas simbólicas y metafóricas, así como de una propuesta para ser interpretada por todo aquel espectador que espere desafíos, Enemy (la última película que Villeneuve ha filmado en su país natal, Canadá) es un filme peculiarmente fascinante y una muy digna adaptación de la obra de José Saramago. Un grato ejemplo de estructura con magníficos bastiones en su inicio y final entre los que, audazmente, encierra a todo aquel que la mire. 

Al final de la escalera; Peter Medak

El despliegue de un abanico pesado aderezado con las plumas de un horror sinceramente fino. La producción canadiense Al final de la escalera, del realizador húngaro Peter Medak, sigue la historia del taciturno, maduro y afamado compositor John Russell (George Scott), quien se ve inmiscuido en una rebambaramba político-familiar que involucra a un fantasma infantil, un filicidio oculto y un cambio de identidades sazonado a la perfección con momentos de subjetividad en la cámara, deseosa por darnos pistas para resolver este magnífico crimen con tremendas cantidades de venganza. Entre que son peras y son manzanas, Al final de la escalera juega perfectamente con la pérdida de la hija y la esposa de Russell y esta aparición magnífica de Claire (Trish Van Devere), la amiga espontánea pero incondicional, quien junta piezas y detona la capacidad detectivesca del protagonista. Es un filme que me agradó por su perspicacia, por su método de revelación de ideas; no se desperdicia ni un momento para adentrarnos en el universo de esta aparición que impone horror aún cuando su imagen es traída a cuadro pocas veces, de manera turbia, acuosa y rauda. El filme es altamente recomendable para ser visualizado a todo volumen, con las luces bajas: es una buena receta si consideramos la ambientación de esta gigantesca mansión con puertas y pasillos solitarios, infiltrados con la amargura y el dolor de los recuerdos escabrosos. La silla, el polvo, la vocecita inocente. El espíritu chocarrero remueve la tierra del sepulcro profano, grita y genera preguntas acerca de la identidad, de la importancia de tener un nombre, un espacio en el mundo, de ser recordado o simplemente de aparecer en un acta, con principio y final claros, con certeza de destino. Me parece una cinta que aprovecha muchos cabos posibles, muchas líneas que cruzan las zonas del misterio, la soledad, la tristeza, las pérdidas, los duelos. Hay una clara intención por causar impacto a través de los sentimientos a flor de piel, dejando de lado las impresiones y priorizando la profundidad de un personaje que no tiene nada más que los deseos insistentes de un fantasma que clama no solo un entierro cristiano, sino el reconocimiento de su muerte, de la anunciación pública de su desdichado final. Ajustes de cuentas del más allá con azotes de puertas en el más acá. Sin duda una experiencia de alto calibre para dudar si el crujir de la madera es, en realidad, el caminar desesperado de un niñito con ganas de seguir viviendo, azotado por la existencia despiadada. No dejen de verla, les va a rondar un rato la mente, tanto por sus escenas memorables como por la capacidad creativa de resolución del equipo detrás de su desarrollo.

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