Instituciones como Robert Bresson y Felipe Cazals, veteranos del oficio reverenciados como Jacques Audiard y voces renovadoras como Philippe Lacôte pasan lista en este nuevo especial de cine sobre dramas carcelarios.
Cárcel de mujeres; Miguel M. Delgado
Dos disparos entre las sombras del cine negro detonan este drama criminal que explora las distintas aristas de la feminidad en circunstancias violentas y entre «perras desgraciadas», a través de los nombres entrecruzados de Miroslava y Sara Montiel. El porte casi virginal de Evangelina Ocampo de Guzmán (Miroslava) se sumerge en la Cárcel de Mujeres (1951), tras ser acusada de un crimen que no cometió pero cuyos caminos llevan a ella, encontrándose así con un hervidero de rispidez y pan duro para comer fuera del que muchas de sus prisioneras ya no conciben, ni buscan, ni quieren una vida. La película nos adentra a un entorno que unifica a las de categoría con las exóticas del barrio -como Dora (Sara Montiel), la otra sospechosa del asesinato por el que Evangelina pisa la cárcel-, y que fácilmente podría estar musicalizado por el Cell Block Tango, mientras conocemos las razones por las cuales cada una de ellas está presa, motivos que en su enorme mayoría están sustentados en la supervivencia y defensa ante hombres abusadores. Ensombrecidas por el yugo mezquino de La Mayora (María Douglas), cuya mirada disfruta de ver las penas de cada una de las reclusas, uno de los puntos más interesantes e importantes de esta película es el descubrir que, para algunas de ellas, quedarse en la cárcel significa dignidad. Asimismo, nos damos cuenta de que en las mujeres también existe la violencia y he ahí la exploración mencionada al inicio sobre las diferentes caras que tiene el ser mujer, mostrando la convergencia entre la sororidad que se puede forjar por un objetivo en común -en este caso llevado por el tema de lo maternal y que podría parecer lo más conservador-, pero también mostrar el lado violento y sórdido que puede existir dentro de una mujer que quiere sobrevivir y/o que ha aprendido a defenderse, algo que 70 años después La Diosa del Asfalto vino a recalcar como un tema que sigue causando escozor. Todos estos elementos explotan dentro de su propio clímax en una secuencia final tan espectacular como dolorosa comandada por la trifecta de Miroslava Stern, Sara Montiel, y la apabullante presencia de Katy Jurado en una película que, como muchos de sus personajes, no ha tenido la justicia merecida.
Un condenado a muerte se ha escapado; Robert Bresson
Justo al inicio de su drama carcelario Un condenado a muerte se ha escapado (1956), el director francés Robert Bresson advierte: “Esta es una historia real. La presento como es, sin ornamentos”. Se trata de la travesía del teniente Fontaine (François Leterrier), un miembro de la resistencia francesa atrapado por la Gestapo en medio de la Segunda Guerra Mundial. Mientras los nazis lo trasladan a prisión, el protagonista intenta escapar y recibe a cambio una paliza junto con el confinamiento atroz. Con su camisa blanca ensangrentada, que día a día se oscurece con mugre y esperanzas rotas, Fontaine se aferra a un minucioso plan de escape: afila cucharas como herramientas y teje una cuerda con retazos de telas. Son esos momentos llenos de diálogos internos y el tedio como un demonio que nubla el juicio, donde Bresson despliega una mise en scène sobria, con decorados desnudos y ritmo pausado, centrando la atención en las reflexiones sobre la libertad y la vida del personaje principal. Un catre, dos cobijas y una pequeña ventana, son los compañeros de Fontaine, hasta la llegada inesperada de Jost (Charles Le Clainche), un joven de mirada infantil que será determinante para el triunfo de la escrupulosa evasión. La austeridad estética del filme, contrasta con el estresante uso del sonido: Fontaine escucha gritos y ejecuciones de otros reos, como alegoría de la muerte que se avecina, mientras el eco de trenes y campanas le recuerda el mundo exterior, un lugar al que ya no pertenece; es un ser roto, igual que sus tristes calcetines agujereados. Obra maestra previa a la grandeza de Pickpocket (1959), El proceso de Juana de Arco (1962), Al azar de Baltasar (1966) y Mouchette (1967), Un condenado a muerte se ha escapado le dio a Robert Bresson el premio al mejor director en Cannes y la presea a mejor película por parte del Sindicato Francés de Críticos de Cine. La crónica de la fuga de un preso, con su lento pero preciso plan de huida, extienda la perseverancia del ser humano por alcanzar su posesión más preciada: la libertad. Cuando Fontaine finalmente pisa la calle, el espectador no deja de sentir que ha escapado junto a él. La paciencia será siempre el único blasón ante el resquebrajamiento de la cordura.
La noche de los reyes; Phillippe Lacôte
La luna roja resplandeciendo en un cielo tan profundamente azul que es casi negro. Un rey sin reino. Una noche en la que contienen todas las noches. Una voz que evoca otros mundos y un universo contenido en sí mismo. La noche de los reyes de Phillippe Lacôte es un filme que sitúa en la prisión llamada “La Maca”, ubicada en medio de un bosque en Costa de Marfil. Este espacio de confinamiento posee una característica que no sólo la diferencia del resto, sino que la convierte en un pequeño cosmos: son los presos quienes regulan el orden por medio de un riguroso sistema estratificado en el cual, el líder determina el ritmo de todo lo que ocurre en allí dentro. Sin embargo, La Maca se rige por reglas que apelan a una tradición que posee ecos con una práctica antigua en la cual, los monarcas tienen poder de decisión sobre su reino y sus súbditos, pero él también debe someterse a un orden superior: el ritual arraigado con las raíces del símbolo y el poder. El ritual profundamente ligado con la tradición se materializa en este filme. Es la noche de luna roja y el líder, Barba negra, bajo la sombra de su inminente muerte, designa a un narrador: un prisionero recién llegado: Roman. El nombre otorgado a este joven adquiere un sentido doble pues, por un lado, apela a un nombre propio, pero más aún, en francés, refiere a la palabra narrador. Así pues, en una asociación entre nombre e identidad, él deberá contar una historia hasta al amanecer bajo la amenaza, también, de morir si no lo hace. El ritual comienza: una audiencia atenta que responde con gestos, cantos, gritos y un narrador cuya vida se entrelaza con el ritmo de la historia que narra. Atento a su público, Roman articula una narración que apela al mito sin perder el contacto con una realidad concreta que está caracterizada por la violencia. A través de esta historia, los prisioneros viajarán a otras geografías y se apropiarán de los sucesos por medio de la representación teatral. Si bien la acción ocurre dentro de la prisión, la evocación por medio del ritual, le otorgará un significado más profundo a todo lo que acontece en este espacio. La voz entonces se convertirá en acto, en danza, en himno, en rebeldía y batalla hasta que la fantasía se rompa por el disparo de la realidad.
Un profeta; Jacques Audiard
El arquetipo narrativo de drama carcelario suele tener bien clara la motivación que empuja a su héroe durante la historia: el gran escape y el anhelo de libertad. El camino de redención (ya sea de salvaje huida o de legal método de liberación) significa la epopeya que nutre a los tropos de este subgénero. Desde los grandes clásicos literarios como El conde de Montecristo de Dumas, las novelas significativas carcelarias del siglo XX como Papillon de Henri Charrière, hasta el lenguaje del cine, donde el gran metejón de la trama casi siempre está en el camino de la fuga, Le trou (1960) de Losey, El gran escape (1963) de Sturges, La fuga de Alcatraz (1979) de Don Siegel o Down by Law (1986) de Jarmusch, resulta casi milagroso que una obra de este campo semántico pueda escapar a esa disyuntiva. Tal es el caso de la colosal Un profeta (2009) de Jacques Audiard. Su héroe, Malik El Djebena (interpretado por un inspirado Tahar Rahim), está lejos de esas pomposas ambiciones de libertad que suelen tener el resto de los protagonistas de los dramas carcelarios. Él es un joven francés de origen árabe, analfabeta, cuyo único interés en el confinamiento será el de sobrevivir. Dentro de las muchísimas lecturas que la obra de Audiard ofrece, precisamente se encuentra es mirada realista y brutal de lo que significa entrar en una cárcel siendo nadie, no sabiendo nada y, por supuesto, no teniendo nada. Malik comenzará realmente a vivir y a descubrir, incluso su propia identidad, una vez inicie su pena de seis años. Allí, Audiard también explora los significantes de los grupos multiétnicos: el árabe que en la cárcel continúa siendo un inmigrante, el absolutismo del nacionalismo corso y su poder criminal dentro y fuera de las rejas. Más allá de planear escapar, o pensar si quiera en sus posibilidades por salir, en Un profeta vemos el levantamiento del ser (que alcanza hasta simbólicamente una clase de divinidad) a partir del encierro.
El apando; Felipe Cazals
La incomodidad que genera la película después de verla por primera vez es una obligación para revisarla nuevamente en aras de detectar qué es lo que incomoda. ¿Qué pudo haber provocado la indignación de Dolores del Río en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián en 1976 para considerarla repulsiva? ¿Realmente lo es? ¿O simplemente el director Felipe Cazals nos pone de frente un oscuro y decadente universo extraído de la realidad que araña nuestros temores? Causa temor vivir el doble encierro de Albino y Polonio: presos tras las rejas y presos de la drogadicción. También aterra sufrir la humillante desdicha de El Carajo, un pobre hombre que sobrevive en medio de todos los infiernos posibles con visión en un solo ojo. Atemoriza el abuso que reciben La Chata y La Meche por parte de las celadoras. Estruja la piel por el hecho de pensar en utilizar los órganos sexuales de nuestra madre para introducir droga sin tener ningún respeto a su figura. Es el miedo a la deshumanización, a la pérdida completa de dignidad. Tiembla el cuerpo por saber que al interior de prisión te transformas en la peor versión de tu existencia, o te orillan a eso rodeándote de almas similares en una convivencia denigrante. Trasladándose a nuestra actualidad como sociedad en decadencia y deshumanizada, asusta la latente posibilidad de padecer lo mismo que los personajes el día menos pensado. Lo que es peor, aun siendo libres. La violencia que nos aprisiona no está lejos de asimilarse a las experiencias descritas por José Revueltas en la adaptación que hizo Cazals de El apando; las historias de horror que albergó el Palacio de Lecumberri se fugaron y cruzaron el tiempo para afincarse en las realidades de esta época. Tristemente hay Albinos, Polonios y Carajos en las calles. Asimismo, Chatas y Meches son usadas y abusadas por un sistema que protege a los agresores amparándose en la impunidad. A casi 50 años de haberse filmado, la película es un retrato vigente de nuestros miedos e incluso de nuestras derrotas sociales.
Cool Hand Luke; Stuart Rosenberg
En cine hay ciertas interpretaciones que se incrustan en el ideario colectivo con tal fuerza que se hacen inamovibles: el personaje se apropia del rostro del actor, haciéndose uno y perpetuo. Brando y Pacino como Vito y Michael. Nicholson y Randle. Marcello y Guido. En ese selecto grupo se encuentra Paul Newman como Lucas Cool Hand Jackson. Es imposible imaginar a cualquier otra persona como el terco e indomable preso carismático de ojos azules y apetito voraz. Me gustan las películas que se encuentran en la frontera, contradictorias, que se niegan a pertenecer a un catálogo o a una era. Que anuncian lo que vendrá sin poder abandonar su origen. En 1967 Cool Hand Luke hace sonar la trompeta del caos social antisistema (y su reacción conservadora) en el que se vería envuelto Estados Unidos y anuncia la llegada de una nueva forma de hacer cine en el horizonte: New Hollywood. Fue con Newman y Cool Hand Luke donde germinó la nueva generación de antihéroes que desembocaría en la extrema exposición del paria aborrecido recíprocamente por el sistema en Travis Bickle y llegando a la contradicción sobre la masculinidad (tóxica) con Jake LaMotta. En muchos casos la película se queda corta de miras. Vista en la actualidad, la cárcel que habita Luke y sus compañeros pudiera parecer un resort venido a menos o una vacación de ejercicio intenso, más si lo comparamos con la realidad y la forma con la que las prisiones deshumanizan a sus reos. El factor racial en el sur de Estados Unidos, un conflicto fundacional, no solo no se toca, sino que claramente se evita. Los dramas carcelarios se mueven inevitablemente hacía uno de dos posibles destinos: la destrucción del protagonista, asimilándose al sistema -incluso defendiéndolo- a pesar de su supervivencia física; o el triunfo del espíritu donde se demuestra que el alma nunca será presa ni esclava, aun cuando implique el sacrificio de la vida misma. Pocas películas logran el segundo desenlace como Cool Hand Luke. Ya lo decía Hemingway: “A man can be destroyed but not defeated”.
La gran libertad; Sebastian Meise
De 1872 a 1994, estuvo vigente en el código penal alemán el artículo 175, una norma jurídica que penaba las relaciones homosexuales entre personas del sexo masculino. Tan pronto tomaron el poder, los nazis intensificaron la persecución al considerar la homosexualidad como una muestra de debilidad, degradación y degeneración racial, incrementando la pena máxima de seis meses a cinco años de prisión. Por increíble que resulte, la posterior caída del nazismo, tras la firma de la capitulación alemana en 1944, no significó la libertad para todos. Bajo este contexto, el realizador austriaco Sebastian Meise propone un crudo testimonio sobre la persecución hacia los homosexuales en la Alemania de la posguerra. Con gran sensibilidad y contención, Meise dibuja relato con profundad histórica, política y psicológica, en el que Hans Hoffman, su protagonista, transita sin estadio intermedio de los campos de concentración a prisión por su orientación sexual. Estructurada en tres líneas narrativas, 1945, 1957 y 1968 —un año antes de la reformación parcial de la ley—, Hoffman compatibiliza entradas y salidas de la cárcel, al tiempo que desarrolla un estrecho vínculo sentimental con su primer compañero de celda: Viktor, un asesino convicto que, encima, es homófobo. Puede que el hasta entonces desconocido Sebastian Meise no esté consciente de la dimensión de su hazaña: La gran libertad es la redención de los dramas carcelarios contemporáneos.