Especial de road movies

Este compendio de reflexiones sobre algunas de las road movies —películas de carretera— más emblemáticas detonaron la confluencia de poetas, filósofos y varios de los mejores realizadores y guionistas de su generación.

Transamérica; Duncan Tucker

Los viajes en automóvil son experiencias que transitan entre la expectativa por la llegada y la consciencia del tiempo en el espacio acotado de un vehículo. Al interior de éste, el tiempo adquiere una densidad inusitada, los minutos se condensan en la espalda baja, la mirada se extravía en la visión horizontal del mundo en movimiento y el cinturón de seguridad funciona como una banda que condecora la prudencia. El automóvil, en especial si es propio, es un espacio para el recogimiento que aísla de la inclemencia del sol, del ruido y, sobre todo, de los otros. Sin embargo, si un viaje se realiza en compañía, el automóvil se transforma también en un espacio para el descubrimiento. Transamérica (2005), de Duncan Tucker, es un filme en el cual un viaje a través de los Estados Unidos se convierte en una vía para conocer al otro. Por medio de una llamada inesperada, Bree, quien está a una semana de someterse a una cirugía fundamental para ella, descubre que tiene un hijo, Toby. El encuentro, inesperado, pero al parecer inevitable entre ambos, los llevará a realizar un largo viaje en automóvil. Las horas al interior del vehículo convertirán la inicial resistencia y rechazo en un tipo de intimidad, cuya accidentada construcción representará los vaivenes de los afectos y cómo una relación puede ser tan intrincada y compleja como la curva más pronunciada de una autopista o tan agradable como una vía despejada al atardecer. En este sentido, Transamérica es, también, la metáfora de un viaje por la identidad del otro y cómo en esta diminuta comunidad de dos la sinceridad, aunque ardua, es el vehículo para la creación del afecto.  

El salario del miedo; Henri-George Clouzot

Si usted viviera en una región donde no hay empleo, el calor es inhumano y la única certeza del futuro es la desesperanza, ¿aceptaría el trabajo de conducir un camión cargado de nitroglicerina cuyo destino de entrega es un campamento petrolero en llamas? Quienes sí lo aceptan son Mario, Jo, Luigi y Bimba, cuatro extranjeros que ya no pierden nada en un microcosmos babélico como lo es Las Piedras, un pueblo latinoamericano que tiene como idioma común al infierno en vida. Esos cuatro hombres se dividen en dos duplas para emprender el viaje en carretera con la misión de no morir en un camino que parece diseñado por el diablo. Si acaso ése es su destino, tendrán que lidiar con el infortunio porque para eso les pagaron justo lo que dicta el título de la película. Ninguno se asemeja al otro, son tipos que únicamente comulgan en el desconsuelo. Tampoco tienen interés en descubrirse mutuamente porque la nitroglicerina sobre sus espaldas no da concesiones ni siquiera para recordar que son humanos. Así, con un panorama igual o más patético al que han decidido abandonar, morir (sobre ruedas y con una sustancia explosiva a bordo de ellos) parece ser una mejor paga de la que recibieron. Despiadado con sus personajes, Clouzot nos introduce a una road movie que pone a prueba la ansiedad y la compasión en el espectador, único ser capaz de explorar sus emociones mediante la fatalidad narrada. La película se estrenó en 1953, pero bien pudo haberse estrenado en 2022 porque es una historia muy cercana a la realidad de nuestros tiempos. Y eso es trágico: saber que poco o nada ha cambiado para mucha gente que debe recorrer caminos similares por salarios de miedo.

Nebraska; Alexander Payne

“Ítaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte”. Tal y como lo expresaba el poeta griego Cavafis, lo que se vive durante el camino a veces resulta más significativo que el destino mismo. No podríamos hallar ejemplo más claro que Nebraska, una película de Alexander Payne (Entre copas, 2004; Los descendientes, 2011), la cual nos invita a un entrañable viaje por las carreteras del norte de Estados Unidos, mientras su obstinado protagonista persigue con ilusión, lo que será tan solo una quimera. Woody Grant (Bruce Dern) es un hombre mayor que recibe por correo, de parte de una revista de suscripción mensual, el supuesto premio por un millón de dólares, y en su genuina credulidad y una clara  falta de lucidez derivada de la edad, toma la inamovible resolución de ir desde Montana a Nebraska a cobrarlo, y está dispuesto a ir, incluso caminando, de ser necesario. Ante esta evidente falta de criterio, su hijo David (Will Forte) no puede hacer otra cosa más que acompañarlo para que se convenza de que se trata de un engaño. A lo largo del trayecto seremos testigos de invaluables momentos de convivencia entre los dos, y además, de muchos otros cargados de humor, sobre todo cuando Kate (June Squibb), esposa de Woody y madre de David decide alcanzarlos en el antiguo y solitario pueblo en el que pasaron su juventud, y donde inevitablemente se enfrentarán con su familia y amigos en un disparatado ajuste de cuentas. Payne consigue crear el escenario perfecto para esta historia, luciendo una estética bellísima en un blanco y negro brillante y contrastado, y además brinda el tiempo necesario para la contemplación de los extensos y desolados paisajes, dotando al filme de un tono melancólico, cargado de nostalgia, memorias y enfrentamientos con un pasado que se resiste a ser olvidado. Y a la postre, será el viaje mismo, el premio más valioso que atesorar. 

Mad Max Fury Road; George Miller

El camino es el destino: propósito simbólico para el subgénero road movie. Desde el comienzo, Mad Max Fury Road queda definida por esa frase y simultáneamente cualquier connotación romántica contenida en ella es sustituida por el desenlace de la humanidad (climático, cultural, político), antes aparente y ahora inminente, profetizado por Nietzsche: “El desierto crece”. Aquí, en el páramo distópico y total, solo hay camino. Desde las ruinas de la sociedad al otro lado del apocalipsis, George Miller reinventa su propio clásico con fotografía deslumbrante y edición que apenas permite parpadear. Esta “Odisea” en las arenas infinitas del futuro paleolítico de gasolina y balas, alegoriza los conflictos de nuestros días: la rebelión feminista contra el patriarcado, la democratización del capitalismo voraz y la supervivencia gracias a la forma original de la esperanza, los bebés y las semillas. Fury Road confronta, sin mucha sutileza, al rostro más atroz de civilización occidental en Immortan Joe. Propietario apócrifo del mundo: monopolizador del agua, raciona gotas para que frente a la sed sepan a caridad; esclavizador de la belleza femenina reducida a maquinaria de placer y gestación; manipulador de la memoria y mitología ancestral, deformadas en un protolenguaje diseñado para la justificación y perpetuación de su poder; generalísimo de una horda de fanáticos y socios corruptos. Déspota absoluto, dictador perfecto: construye el mundo desde y hacia su persona: el pasado inició con él, el presente es él y el futuro solo existirá a través de él. En contraste los héroes encarnan la oportunidad del cambio. Furiosa, rebelde que busca retornar hacia un paraíso perdido y, como los que escapan al pasado, entiende que la única forma de transformar el sistema al que pertenece no es huyendo, sino luchando. Y Max, misántropo, cínico, casi un animal, quien reencuentra su humanidad desde de su sangre y su nombre. Mad Max, permite al espectador visualizar ideas filosóficas y referencias clásicas o entretenerse en un western de ciencia ficción a alta velocidad o, en el mejor de los casos, ambas. A través de los protagonistas se concluye invirtiendo la desolación inicial con la misma idea. Sin diálogo, únicamente a través de una mirada, entendemos que el futuro está en nosotros si se sigue adelante, sin rendirse, con el mantra de los nómadas perpetuos y de las grandes road movies: el camino es el destino. 

Y tu mamá también; Alfonso Cuarón

La crónica charolastra de Tenoch (Diego Luna) y Julio (Gael García Bernal), dos amigos que emprenden una travesía junto a la indescifrable española Luisa (Maribel Verdú), con destino a una playa de ensueño, se convierte en una road movie en la que los personajes sufren un cambio drástico, tan rotundo que después de ese verano nada volverá a ser igual para ninguno. Y tu mamá también (2001) adquiere un lugar extraño dentro de la filmografía de Alfonso Cuarón: llega después de las estilizadísimas La princesita (1995) y Grandes esperanzas (1998), pero antes del desparpajo visual de Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004), lo que la coloca en una época truculenta de cambios en el contexto del mundo, del país y la sociedad misma. Los dos protagonistas pertenecen a diferentes estratos sociales y es precisamente esa tensión la que detona los momentos más cautivantes, en un filme que esconde en sus recovecos narrativos un relato con tintes eróticos del despertar sexual de una nueva generación. El guionista Carlos Cuarón provee de picantes diálogos, mientras el cinefotógrafo Emmanuel Lubezki toma la cámara al hombro para acompañar al trío protagonista durante una aventura por carretera al México profundo; si la cinta arranca y termina en el urbanismo caótico de la capital, es en las secuencias terrosas del interior del país donde se suscitan los momentos estéticamente más bellos y de más intensidad dramática. La voz de Daniel Giménez Cacho, como un narrador omnipresente, describe las acciones (y emociones) de los personajes como si se tratara de un cuento infantil; la precisa dirección de Alfonso Cuarón, la química de los protagonistas, un poderoso soundtrack y la generalidad de los temas que asalta (amistad, vida, juventud) convirtieron a Y tu mamá también en una película de culto instantáneo al inicio de la década de 2000. Ganadora por mejor guion en el Festival de Cine de Venecia y nominada al Premio Oscar en la misma categoría, el que para entonces era apenas el cuarto largometraje de Alfonso Cuarón insertó en la cultura popular términos que se quedaron para siempre, un hilarante manifiesto charolastra y el beso entre amigos más famoso del cine mexicano. 

Thelma & Louise; Ridley Scott

A fuerza de ser sinceros y sin que esto suponga un juicio de valor, cuesta vincular la inolvidable Thelma & Louise con el resto de la filmografía de Ridley Scott, sobre todo pensando en él como el estandarte de las superproducciones de autor. Me gusta pensar que la mítica pareja conformada por Susan Sarandon y Geena Davis, cuya complicidad está condensada en el plano general largo en donde se precipitan en el Gran Cañón a bordo del Thunderbird descapotable, puede ser interpretada como una versión de carretera del western crepuscular protagonizado por Paul Newman y Robert Redford, Butch Cassidy and the Sundance Kid, como respuesta a aquella escena del acantilado tres décadas después. Por otro lado, es evidente que el guión escrito por una jovencísima Callie Khouri, entonces camarera como Louise, es un buena medida responsable de que la película se haya convertido en un fenómeno social y en un canto feminista adelantado a su época. Dicho esto, lo que provoca que tanto Sarandon como Davis se devoren la película con su fuerza interpretativa es la propuesta narrativa del viaje como escape y, desde luego, el concepto del no retorno. Decía bien el periodista donostiarra Juan Miguel Perea en su libro Ridley Scott que el contexto de la historia se asemeja mucho a la tonalidad emocional, al mismo tiempo densa y austera, que abanderaron escritores como Raymond Carver y Richard Ford en torno a los paisajes físicos y morales de la América profunda. Me reservo las últimas líneas de esta brevísima reflexión para hablar sobre la eclosión del primer Brad Pitt bajo el cascarón de un ladronzuelo itinerante, mismo que le conferiría un status de objeto sexual del que fue capaz de desprenderse a golpe de talento.

Fresas Salvajes; Ingmar Bergman

Considerada un drama sobre la vejez, Fresas Salvajes podría ser interpretada también como una road movie, ya que gran parte del mundo onírico del aclamado doctor y profesor Isak Borg (Victor Sjöström) ocurre en el camino de Estocolmo a Lund, y en cada parada presenciamos revelaciones que dan peso a la trama. Dicho esto, sabemos que la trama abordará el tema de la dedicación por el trabajo y el pensar existencial con el paso del tiempo; por eso, creo, la historia filmada en blanco y negro que obtuvo el Globo de Oro a Mejor Película Extranjera se acerca a nosotros desde la psique de una manera muy suave y surrealista. El profesor viaja a la academia que le entregará el premio de honoris causa durante 14 horas y su nuera Marianne (Ingrid Thulin), quien vive con él, le acompañará y regresará a su hogar con el hijo de Isak, Evald (Gunnar Björnstrand). Durante el camino, en un arranque de sinceridad, Marianne le reprocha a Isak su egoísmo bien oculto por una máscara de benevolencia. Los gestos, las miradas y los cambios repentinos que interpreta Victor Sjöström son sumamente creíbles. El profesor recreará en su mente los escenarios de sus anteriores años; ahí estará su familia y en especial Sara (Bibi Andersson), quien es su grande amor y actual esposa de su hermano menor. A largo del camino el profesor interiorizará, se condenará y perdonará a través de esos sueños simbólicos. El reloj sin manecillas y el espejo como metáforas, los diálogos, los enfoques, los fondos negros y las transiciones tan naturales en esta historia del maestro Ingmar Bergman son para verse una y otra vez y vivir cada detalle. 

Stranger Than Paradise; Jim Jarmusch

Justo entre Permanent Vacation (1980) y Down By Law (1986), Jim Jarmusch (nos) entregó aquella road movie que fuera luego ejemplo para cineastas independientes de la próxima camada: Stranger Than Paradise (1984), que ganó la Caméra d’or en 1984. Esto último mencionado, sin embargo, no es lo más destacable de la cinta blanco y negro que colocó al absurdo, la sobriedad (alegando sí a la mesura, no a la cualidad de estar propiamente sobrio), el silencio, el humor negro y, quizás, la comicidad, en otro plano. Acaso no por completa extrañeza o algo que nos haya parecido fuera de este mundo, pero sí por la genialidad del uso de lo mínimo, lo inhabitual que al final resulta ser todo lo contrario: actores no profesionales, aspectos fundamentales de la identidad estadounidense (reconocimiento desde el anonimato: oxímoron por excelencia), un escenario proporcionado por los limitados recursos. Acaso un muestrario de los lugares comunes que construyen el rompecabezas de una nación que, parece, se encuentra hundida en el ensimismamiento, en la extrañeza cobijada por la extrañeza, la ironía del estatismo en una película en que predomina el movimiento por imperceptible que este parezca. Solamente el ojo de Jarmusch exponiéndose a sí mismo, recomponiendo y revisando aquello que siempre ha estado ahí pero que no ha sido mirado de tal forma porque no cualquiera cuenta con su sensibilidad, con esa pericia becketiana influenciada por Ozu, y sólo así se puede llegar a las conclusiones que sus mismos personajes llegan, como si se tratase sólo de dar vueltas, de recomponer para ilustrarse a sí mismos, en un final que puede continuar eternamente, que la monotonía tiene serios disfraces que pueden engañarnos, aunque finalmente sea todo estar apañados bajo el mismo cielo gris de un territorio que ha logrado no ser distinto en ninguna de sus partes.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *