La máquina de escribir

Tras la muerte de mi abuelita, mi mamá y yo nos quedamos al frente de Lerendipia. Cargados de una nostalgia lapidaria, los primeros días, quizás meses, fueron muy complicados. No sabíamos cómo lidiar con su ausencia, a pesar de que su esencia estaba impregnada en cada espacio del anticuario y de la casa.

Decía Cortázar que las emociones de los vivos le llegan como cartas a los muertos, y yo estaba obsesionada con esa idea. Trataba de conectar con ella más allá del recuerdo, le escribía, le hablaba en voz alta, le cantaba, pero no sentía que nada funcionara. Estaba convencida en que tenía que encontrar otra forma para comunicarme con ella. Mi mamá me aseguraba que a veces la escuchaba y la veía. No lo dudaba para nada, era algo que estaba segura que mi abuelita haría. La imaginaba tomando el té con todos sus fantasmas, riéndose de los absurdos de la vida. Pero ya ni siquiera lograba soñar con ella. Soñaba con volver a verla, no para decirle algo importante o contarle un secreto o para pedirle perdón o un consejo o cualquiera de esas cosas que la gente pretexta para tener conexión con sus muertos, yo sólo quería sentir su presencia, sentir que estaba cerca de mí. Lo deseé tanto, tanto, que por fin un día sucedió, pero no como lo esperaba. Ocurrió de una forma muy casual y sutil, a través del aroma de una de sus flores favoritas, las azucenas. Un día entró un viento de golpe acompañado del intenso aroma de las flores, un delicado escalofrío recorrió mi cuerpo y en ese instante supe que mi abuelita, a través de mis emociones, por fin había recibido mi carta y me respondía de la forma más bella. ¡Tenías razón, Cortázar! 

Su aroma a veces recorre toda la casa, se pasea por las habitaciones y los pasillos hasta llegar a Lerenidipia, bailotea entre las cosas mientras yo lo persigo hasta que por fin se posa en algún sitio. Me detengo un instante, inhalo profundamente y el aroma termina por desvanecerse. No puedo describir lo feliz que soy cuando puedo disfrutar de su tan placentera visita. El olor a azucenas, más que una confirmación de su presencia, para mí es una lección divina, que va de sentir, disfrutar y soltar; esa magia y esencia de lo fugaz. 

Poco antes de que mi abuelita falleciera, me heredó algunos de sus más grandes tesoros, entre ellos una espectacular máquina de escribir, la famosa 1940 L.C. Smith Super Speed, que guarda inimaginables historias entre sus teclas de vidrio y su cuerpo metálico, donde aún permanecen intactos los vestigios de la Segunda Guerra Mundial. Mi abuelita me contó que un buen día mi abuelo llegó con la máquina y le narró una historia increíble sobre cómo había conseguido tan hermosa reliquia. Años más tarde se enteró que en realidad la había ganado en una acalorada apuesta en uno de sus frecuentes y ludópatas encuentros en la cantina ‘La Pasita’. Mi abuelita concluyó la anécdota diciéndome que mi abuelo había aprendido bien de ella cómo convertir hechos ordinarios en extraordinarios. 

En esa máquina mi abuelita escribió muchas de sus historias, la mayoría eran sobre sus colecciones más exóticas u objetos con algún pasado espectral. Me contó que muchos de sus escritos habían sido víctimas del tiempo y que lamentablemente los había perdido. De todo lo que me heredó mi abuelita, la máquina de escribir fue la única cosa que no me llevé de la tienda. Sentía que en ella vivían todas las historias de Lerendipia. Jamás imaginé que dentro de su gran tesoro encontraría algo mucho más valioso, los manuscritos de mi querida Zita. 

Un día, mientras  perseguía su aroma, tropecé con la mesa donde estaba la máquina de escribir, se tambaleó todo hasta el punto de caerse. Pese a que no es nada ligera, pude sostenerla, pero me di cuenta que algo rojo sobresalía de la parte de abajo. Jalé lo que parecía un listón y salieron volando muchos papeles. Los recogí, uno por uno. Algunos estaban rotos, otros manchados. Intenté leer algunos fragmentos, pero casi todos eran ilegibles. Entre todos esos papeles había cuatro sobres amarrados con un trozo de cordón. Víctima de la curiosidad, deshice el nudo, tomé los sobres y observé que cada uno tenía una inicial distinta. Muchas veces creí que mi abuelita condenaba sus recuerdos al silencio, los encadenaba hasta convertirlos en secretos. Entonces tuve la terrible sensación de que no debería abrir ningún sobre, que no debería de leer ni una sola palabra.

Entre los sobres encontré un papel desteñido y maltratado por el tiempo que decía: Lo trascendente de las letras y las cartas es su proceso de creación, la capacidad de llevarlas a las hojas en blanco. No solamente se trata de construir historias, hay que cuidarlas para que lleguen a quiénes queremos que lleguen. Lo trascendente de las historias, no es como están escritas, sino a quiénes van dirigidas.

Pensé en Franz Kafka y en toda su obra literaria que en vida no pudo ni le interesó publicar. En todas las cartas que escribió a Felice, Milena, Max Brod y a sus padres; sus letras tuvieron doble correspondencia: los destinatarios originales y todos los que las leímos y nos encontramos en ellas. Tomé un sobre al azar, tenía una ‘S’ mayúscula escrita en una perfecta letra cursiva. Abrí el sobre y comencé a leer la carta.

Continuará…   

La máquina de escribir es la novena entrega de la serie Lerendipia.
PRIMERA ENTREGA: ROSENKRANZ
SEGUNDA ENTREGA: LAS CHINAS POBLANAS
TERCERA ENTREGA: LERENDIPIA
CUARTA ENTREGA: EL ESPEJO
QUINTA ENTREGA: EL VELIZ
SEXTA ENTREGA: LA JAULA.
SÉPTIMA ENTREGA: EL RELOJ.

OCTAVA ENTREGA: LA CÁMARA.

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