Retrato de familia

Por Roberto C. Blanch

Debió ser premonitorio. Releía la última página de Los Nómadas de la Noche, el libro de mi buen amigo Rubén Cortés que tan íntima y dolorosamente reflexiona sobre el desarraigo y el exilio de millones cubanos, él mismo entre ellos, cuando llegó el mensaje vía WhatsApp desde La Habana como una arrasadora avalancha de alivio:

–Rapidito, pa dejartelo por arriba
–Q ando super enredado
–Me voh pa dubai
–Firmado por dos años
–De Bartender (sic)

Mi sobrino Javi, a sus 22 años tan inteligente y pillo y bien parecido, con tantos sueños urgentes, me está gritando su inminente hoja de ruta como un prisionero al que le acaban de anunciar la reducción sorpresiva de la condena, un ‘recoge que te vas mañana’.

–En un hotel…Se llama (nombre árabe), búscalo en Internet.
–Solicité a una cadena de allá, y me hicieron la entrevista por teléfono y me aprobaron todo. No hablo super ingles, pero me dijeron adelante! Visa, pasaje, estancia, salario…todoooooo.
–Me voy a más tardar el 14
–Me voy a hacer balas y a garantizar mi futuro y a preparar las condiciones pa’ llevarme a mi mama, mi papa y mi hermano.
–Horas me quedan en el país cochino este. (sic)

Javi llevaba los últimos 4 años intentado huir del encierro de una isla confinada en circunstancias de las que no tenía responsabilidad alguna. Unas veces estaba a punto de irse a Panamá, otras a Europa, adondequiera que vislumbrara una grieta en esa frontera indeleble que es el mar. Durante cierto tiempo se entretuvo con una novia de su misma edad en Estados Unidos, cubanoamericana bastante bonita por cierto, que terminó siendo bipolar, qué pena. “No creas aquello que parece demasiado bueno, casi nunca termina siendo real”, recuerdo haberle escrito desde la lejanía. Gastó dinero en la tramitación de una o dos loterías internacionales de visas americanas, pero parecía enemistado con la suerte. Eso sí, la tuvo clara desde que aprendió a pensar. Solito. “No aguanto esta mierda, no puedo”. Dejó la universidad, pasó un cursillo de bartender y trabajó por dos años en barras de todo tipo, madrugada tras madrugada, que sucesivamente quebraban en medio de la debacle económica sin fin y las incesantes presiones, multas y prohibiciones del gobierno contra quienes levantaban un poquito la cabeza en el sector independiente. El cuento de nunca acabar en la “Isla de la Libertad”, como la llamaban los camaradas soviéticos.

“Yo me largo, sea como sea”. La última vez que lo vi allá en Cuba tenía 2 años, por lo que no se me puede achacar la culpa de semejante resolución. Él, en cambio, ha sido responsable de mantener a la escasa familia unida con sus mensajes y sus llamadas permanentes. “¿Qué vuelta, tío?”. Qué tremendo tipo ese Javi. Cómo creció. Dicen que se me parece en demasiadas cosas, incluyendo la rebeldía, pese a que jamás lo haya tenido más cerca de una pantalla de celular. Tiene mi misma talla de camisas, o tenía porque sigue sin una gota de grasa, estilizado como un impala el cabrón. Hace 20 años que no lo veo, ni a su papá (mi hermano), ni a mi otra hermana, ni al resto de la familia que queda, sin contar los que se fueron a otras geografías, o para siempre sin la oportunidad de despedida, como mi padre.

Todos mis primos, que son contados con una mano, desde hace mucho le dieron la espalda al descalabro fidelista. Volaron cuando se presentó la primera oportunidad, como los patos de una bandada van levantando vuelo uno tras uno en busca de otro humedal salvador. Israel, nieto de gallegos, sobrelleva desde hace dos décadas las lluvias heladas de Galicia; echó raíces con una buena mujer en una familia que lo acogió como a un hijo. Su hermana Lourdes lo acompañó allá buena parte de ese tiempo hasta que un buen día se hartó del frío y decidió trasladarse a las latitudes subtropicales de la Florida, primero en Kendall, un suburbio fronterizo con los Everglades y su millón de alligators, y luego en Hialeah, la capital del café cubano en la América anglosajona. A ella se le unió su hija Paloma, llegada desde el céntrico barrio habanero del Vedado, y quien para entonces ya había probado suerte en empleos sin magia en Orlando y también en Clinton, un pueblucho desangelado en Carolina del Norte con una gigantesca procesadora de pollos como única novedad. Paloma parió hace poco en el Hialeah Hospital a Alaiia, añorada a diario por sus bisabuelos que quedaron lejos. Con sus redondos ojos azules, la niña es el clon de la madre. “Eres igualita a Paloma cuando la teníamos aquí”, le repiten con dulzura cada vez que la ven por FaceTime. Es lo que se dice una familia cubana típica, un triángulo con vértices en Cuba, España y Estados Unidos.

Mi otro primo, Edward, se fue Paris a principios de siglo. Unos 20 años atrás nos veíamos casi todas los fines de semana en mi casa de Miramar o en su apartamento de 23 y 12, tinto de por medio. Siempre fue un tipo brillante Edward, genuinamente aristocrático, un humanista al estilo del Renacimiento que conocía el mundo entero sin haber puesto un pie fuera de Cuba y que, faltaba más, hablaba con soltura varias lenguas occidentales. En casa lo llamábamos Senator Sir Archibald, porque se gastaba además un finísimo sarcasmo británico, y nos burlábamos sin parar de la mediocridad y el calor reinantes.

Nos vimos por última vez una noche de mayo de 1999, durante una fiesta en la mansión del entonces Embajador de México en La Habana, Pedro Joaquin Coldwell, agasajados por meseros de filipina y guantes color nieve que servían con diligencia delicadezas de la cocina tradicional mexicana mientras el Trío de Tropicana desgarraba la noche con boleros de despedida. El Embajador y su solícito adjunto, mi amigo y salvador Gilberto Calderón, habían organizado una recepción justamente para despedirme tras largos meses de “retención involuntaria” decretada por la maquinaria del régimen, aunque eso es otra historia. En aquel jardín de árboles majestuosos y fuentes señoriales me acompañaban por una última vez mis amigos corresponsales de prensa y mis familiares, incluyendo al Senator Archivald.

A la mañana siguiente abordé un vuelo a México y nunca más regresé. Mi primo hizo lo mismo cuando pudo, pero en dirección este. Desde su piso parisino ahora escribe exitosas guías de viaje en Europa (no podía ser menos) y hablamos poco, a veces en las Navidades o cuando hay atentados terroristas en Francia, lo primero que ocurra.

–¿Todo bien?

–Sí, por lo pronto. Las bombas fueron en otro Arrondissement. Igual quiero mudarme al norte, a Calais, a Normandía, a donde sea que haya un poco de mar. Esto me está agobiando, algún día los violentos se acercarán aquí.

Por suerte los bombazos han disminuido. Por desgracia, hablamos cada vez menos.

Que sepa, hay algunos otros primos por el lado paterno instalados a miles de millas de donde nacieron en Cuba. Leonor, una doctora especialista en cardiología, se fue a Milán y allí tuvo dos hijas que ahora son bellas adolescentes italianas. Como tío Manolo murió, su mamá también se mudó a Italia con ellas. La última vez que supe de mi primo Ernesto, ingeniero de vuelo, hacía vida en Canadá. Sé que hay otros por ahí con sus hijos en Miami, pero no tenemos mucha comunicación.

Ahora mi hermana Massiel, a sus 23, también se está preparando para tomar la ruta del exilio. Llegó al límite de su capacidad de aguante. Está preparándolo todo para irse a España con su esposo, un médico un año mayor que ella que se adelantó para abrir camino, y a quien obviamente tampoco tengo el gusto de conocer. La última vez que vi a Massiel tenía… ¿3 años?

Para una familia tan breve ha sido demasiada distancia. A mi abuela Marina no la conocí, había tomado uno de aquellos Vuelos de la Libertad de los años 60, cinco años antes de yo nacer. Cargó con sus hijos menores, mientras las dos muchachas mayorcitas mi madre y mi tía se quedaron en La Habana. Mi madre murió sin volverla a ver. Durante toda mi niñez la recuerdo a la espera de una carta, un telegrama, alguna señal de humo de Chicago, donde Marina había rehecho su vida y al parecer le iba bastante bien. Pero la vieja, presumiblemente, no tenía el mismo interés. A la vuelta de los años, a través de otros familiares, he oído decir que “no fue de las mejores personas en vida”. Valiente eufemismo. Nunca la vi, ni me interesó saber de ella una vez que llegué a Estados Unidos. Ahora está muerta. Por segunda o tercera vez.

Para quienes no lo han sufrido, a veces cuesta entender las cicatrices más trágicas que deja el exilio en el alma individual y colectiva. Fidel Castro no sólo provocó un cisma en la nación, hizo enfrentar a hermanos de sangre y convirtió en enemigos feroces a parientes cercanos (no olvidar que su hijo Fidelito y los Díaz Balart eran primos hermanos). Aún más terrible, inoculó el virus letal de la desunión en el seno de muchas familias, divisiones que en no pocos casos se enquistaron hasta lo irremediable, aunque ahora se pretenda vender lo contrario. El exilio es lejanía sin fecha de expiración, y hay gente que jamás podrá superarlo.

Fue tanta y tan inexplicable la distancia entre mi madre y mi abuela que muchas veces llegué a preguntarme si acaso mi madre fue una niña adoptada. No podía comprender por qué tanto silencio, por qué Marina cerró la puerta y se esfumó para siempre. Pasó un cuarto de siglo y ya en Estados Unidos crecía la sospecha de que mi pobre madre había sido una criatura huérfana, abandonada de joven por la mujer que la había recogido de niña en el pueblito pesquero de Caibarién, para de esa forma poder continuar viaje en un nuevo país sin viejas ataduras. Era una duda fundamental: si ella no era mi abuela, ¿quién carajo era yo entonces?

Hace poco, por esas casualidades de la ciencia moderna, descubrí finalmente la respuesta sin buscarla. Una de esas pruebas de ADN de $99 terminó con el misterio. De los resultados del examen genético brotó un ejército de familiares muy cercanos con apellidos ingleses. La primera de la lista, con un rango de consanguinidad de primer nivel, era una mujer de apellido Montgomery, residente en Maryland creo. Pregunté a una tía en Carolina del Norte (hermana de mi abuela, pero a diferencia de aquella buena y noble como un pan de gloria) si sabía de quién se trataba. “Esa es la hija menor de Marina tu abuela”. De pequeño yo había escuchado en casa aquel nombre: Patricia. Nacida en Chicago en 1965 y en consecuencia hermana de mi madre, científicamente mi tía. El segundo en aquella lista de parientes de ADN inmediato era un primo, su hijo según me dijeron. No he visto siquiera sus fotografías, pero esos datos fueron la confirmación definitiva, concluyente, de que mi madre no había sido la pobre niña adoptada que llegué a imaginar tantas veces. Peor, fue huérfana de cariño maternal, una víctima de la separación política primero, y luego del desamor filial.

Actualización: Este texto fue escrito en octubre de 2019. Desde entonces:

-Mi tío falleció sin poder volver a ver a su hija y a su nieta y sin abrazar a su biznieta americana Alaiia.
-Mi hermano Alexié y su esposa Maye vendieron todo en La Habana, tomaron un avión junto al niño menor Alex y ahora viven en Andorra, en las faldas de una montaña que se pinta de nieve a partir de noviembre.
-Javi volvió a Cuba desde el desierto cuando el Covid-19 paralizó la industria turística de Dubai, resistió la isla por unos pocos meses y finalmente se largó otra vez en un Airbus A330. Vive feliz, en Valencia, a solo unas horas de sus padres. Y relativamente cerca de una tía de su misma edad, mi hermana Massiel, quien finalmente logró irse también a España.
-En Cuba queda mi tía María Elena, viejita y llena de bondad, hermana de mi madre. A su casa del Vedado íbamos cada semana sin excepción. Desde que tengo uso de razón, las dos familias en nuestra fiesta dominical. Ya no están mis padres y tampoco su esposo, mi tío. Solo está ella, acompañada de su cotorra y sus plantas, su reloj de pared y todos los recuerdos. Al menos ahora hay video llamadas, pero no es suficiente. Está solita. Tenemos que sacarla de allí.

Roberto C. Blanch es periodista. En Cuba trabajó en los noventa como Corresponsal Extranjero de varios medios internacionales. En México fue Coordinador de Información Internacional del diario Reforma. En Estados Unidos ha sido Productor Ejecutivo y Director de Contenidos en varias estaciones de TV y Radio.

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