De taxis y taxistas (VIII)

Al volante no siempre podrá hacer feliz a todo el mundo, pero podrá dirigir su destino, en taxi o en la cancha, para poder hacer feliz a los suyos.

Ciudad de México

Trayecto: Av. IMAN – Museo Franz Mayer, Av. Hidalgo, Centro.

8.48 horas.

Sólo es un día más /es nuestra rendición/un sparring sobre el ring /que caerá/sin poder preguntar/por qué

Sparring; Mikel Erentxun

Lo primero que pude ver al detenerse el auto frente a mí fue que en el asiento del copiloto estaba un balón de futbol. No era nuevo el esférico, alcancé a percibir que su color era blanco con tallones grises, producto del uso.

Eran cerca de las nueve de la mañana de un sábado y yo ya estaba listo para recorrer la ciudad. Ciertamente, Luis Garza —el conductor del taxi Tiida Nissan de modelo reciente— también lo estaba. Al ingresar y cruzar las primeras palabras sobre el destino al que haría el favor de llevarme, elogié el auto que se encontraba en perfectas condiciones.

—Este modelo de Nissan es muy amplio -apunté. Tanto que hasta compañera trae: la redonda. Y agregué: mi madre tiene uno igual.

Al momento de hacerlo, poco antes de arrancar el viaje, Luis —de unos veinticinco, veintiséis años aproximadamente— me miró sonriendo. Parecía presto a platicar. Proseguí con una pregunta: ¿juegas?

—Sí, pero el balón es para mi trabajo. Mi otro trabajo, aclaró. Me gano otra lana de árbitro infantil en un deportivo cerca de casa. El taxi lo manejo cinco días a la semana. No es mío, es de mi suegro. Y para completar para la quincena, pues le hago a eso del arbitraje.

Recuerdo un consejo que recibí cuando tenía alrededor de diez años. “Nunca discutas con un profesor, un policía o un árbitro”. Hoy día, el profesor no lleva la razón, el chat de mamás, sí; un policía merece el mismo respeto que un semáforo en rojo a medianoche; y un árbitro es vilipendiado día sí y día también.

—Pero, ¿te gusta ser árbitro?, continué inquiriendo

—La verdad es que yo fui a jugar al deportivo, y cuando terminé, mientras que me cambiaba, vi unos niños, más o menos calculé de ocho, nueve años, dos equipos uniformados, que estaban pateando el balón, pero ya llevaban un rato así sin jugar —y prosiguió—: uno de los padres de los niños, se acercó para preguntarme si sabía de algún árbitro disponible en el deportivo.

La figura de autoridad en casa era mi madre. Ella llevaba el control de todo. Gasto, hijos, alimentación, estudios, tareas. Sin su presencia, dudo que hubiera concluido mi educación primaria y hoy día no estaría de este lado del teclado, porque no sabría leer ni escribir.

—Respondí que no tenía ni idea dónde pudieran encontrar a un árbitro, pero que, si no les molestaba, yo me aventaba el asunto. No tenía un silbato, pero me las arreglo chiflando. Y pues al final del partido, entre los papás de ambos equipos me dieron una ‘lanita’. No estuvo mal. Además, los niños a esa edad no son malintencionados.

Solo me expulsaron una vez en mi ‘carrera’ futbolística. Bueno, tampoco jugué una larga trayectoria. Pero sí algunos años. No era un jugador violento. No me convenía, era pequeño y flaco, hubiera tenido muchos problemas. Aquel día, fruto de la impotencia, le grité “ciego” al central. Fue una jugada intrascendente a medio campo. El juez —entonces vestido de luto riguroso—, quien se encontraba a unos veinte metros de mi posición, marcó falta en contra de mi equipo. Fue en ese instante que una voz desconocida hasta aquella mañana salió de mí. La vergüenza posterior no la olvidaré. Caminar ante la mirada de todos, un campo silencioso, dejar a mi equipo con diez jugadores y la imposibilidad de seguir jugando. Tenía escasos diez años (yo, no el árbitro).

—Y a partir de ese día voy cada sábado y domingo a pitar los juegos de niñas y niños más o menos de la edad. Nunca he tenido un problema con ellos. A los padres, sobre todo, hay que calmarlos muchas ocasiones. Los niños se avergüenzan de ellos. Les gritan todo el partido. A mí ni se diga, mentadas de madre. La verdad me divierto.

Avanzamos al norte por Eje Central, la ciudad late al acercarnos al centro de ella. El color de las jacarandas pinta de violeta la primavera en esta ciudad, aunque por la brevedad pareciera que sólo nos agregan un par de minutos de reposición de la belleza.

La autoridad, en cualquier ámbito, está a escrutinio siempre. Es un trabajo ingrato. Lo sé ahora, tengo dos hijas y en muchas ocasiones, las decisiones (por intrascendentes que sean) pueden generar conflictos. Lo sabe mi madre, que tuvo que liar con mis tres hermanos y conmigo, muchas veces —por el trabajo de mi papá— sola. Y lo sabe también Luis que, al volante del taxi, no siempre podrá hacer feliz a todo el mundo, pero podrá dirigir su destino, en taxi o en la cancha, para poder hacer feliz a los suyos.

De taxis y taxistas 
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