Foto: Diana Lerendidi.

La máquina de escribir (II): la carta

Hace mucho tiempo que no la veo, pero supongo que sigue aquí, recuperando la vida que perdió.

Abrí la carta y comencé a leer en voz alta:

***

Escribo estas líneas porque mi memoria es frágil y estoy sentenciada al olvido. Los hechos que estoy a punto de narrar también son frágiles, así que debo aprovechar el momento de lucidez que estoy teniendo, en medio de esta enfermedad que me persigue como una sombra y no me deja más que en la oscuridad de mis recuerdos, entre el misterio y el desasosiego. 

Me hice de cierta fama en El Callejón de los Sapos y entre los coleccionistas por las historias que me he inventado. Nadie soportaría saber la verdad sobre muchos de los objetos que se han llevado del anticuario. Lerendipia está llena de fantasmas y vidas pasadas atrapadas entre la textura porosa y desgastada de las paredes, está llena de espíritus sólidamente encerrados y alejados de la indomable ferocidad de su pasado. Una de esas almas pertenece a la historia que hasta ahora me atrevo a confesar. En 1940, a mis siete años, el señor Darío Soler me invitó a la presentación de la obra ¿Quién te quiere a ti?, de la Compañía Isabelita Blanch, en el Teatro Principal de Puebla, recinto que acababa de ser reinaugurado tras haber permanecido cerrado durante muchos años por un incendio que dañó el inmueble. Asistimos al evento y al finalizar, Isabel Blanch, amiga cercana de Darío, nos invitó a pasar a la parte trasera del escenario. La actriz española, hermana de la también actriz Anita Blanch, nos dio un recorrido por los camerinos. Había varias puertas de madera abiertas, por las que el reparto de la obra entraba y salía. Mientras el señor Darío platicaba con Isabelita, yo me escabullí entre los actores y tramoyistas, y me dispuse a recorrer el Teatro Principal, sola. Me alejé un poco hasta encontrar una habitación que no tenía puerta, me asomé y descubrí que estaba lleno de objetos antiguos: ¡el paraíso!, pensé. Había varios muebles de madera, candelabros, cajas viejas de cartón y piezas de herrería. Al fondo, una torre de ropa que parecían ser vestuarios e indumentaria de bailarinas. Me quedé en el marco de la puerta deleitándome con tan maravillosa escena. La atmósfera era fría y sombría, pero contrastaba un poco con la calidez de los muebles, y los colores de las telas y sus texturas, que en conjunto formaban una nube gigante y esponjosa. La indumentaria que debió pertenecer a bailarinas de ballet clásico y zarzuela, lucía sucia y desgastada, pero poco me importó porque sentí la inevitable curiosidad de probarme las cosas increíbles que ahí guardaban. Me atavié con sombreros, faldas, tutús, zapatillas, hasta que en ese mundo fascinante me encontré un corsé precioso color negro, con un relieve bordado sobre la seda, encajes traslúcidos y finos en la parte superior e inferior, y un listón también de seda en la parte trasera. Era la prenda más hermosa que había visto en mi vida, así que no dudé ni un segundo en probármelo. Mientras lo hacía un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, ignorándolo ajusté el listón trasero, pero una electricidad invadió mi pecho; no podía respirar. El corsé me estaba asfixiando, supuse que lo había ajustado demasiado, así que intenté quitármelo, pero no podía, la tela se había adherido inexplicablemente a mí. Sentí una presencia, pero estaba sola en aquella habitación y nadie más sabía que estaba ahí. Comencé a desesperarme, de pronto sentí una mano sobre mi espalda que ajustaba el corsé. Volteé aterrada y me encontré con un cuerpo sin rostro, con la silueta de una mujer de talla mediana. No podía ser real lo que estaba viviendo, ¿a caso estas eran las consecuencias de mi desmesurado curioseo? Sentía el corazón en mi garganta, la cara se me durmió, mis músculos estaban inmóviles, algo dentro de mi cuerpo había explotado y no podía ni gritar. Perdí el conocimiento o lo que creí que era perderlo. En el ensueño vi a una mujer que lucía como una bailarina arrastrándose por el piso, tenía puesto el mismo corsé que yo, estaba herida, tenía el corsé tan ajustado a su cintura que había roto sus costillas. La mujer quería pararse, pero no podía, en la habitación había muchas telas en el piso y portavelas antiguos con velas encendidas sobre un tocador de madera tallada, la bailarina intentó recargarse en él para poder incorporarse; sin embargo sus fuerzas eran insuficientes, los portavelas se cayeron y las telas se encendieron al instante. La mujer se estaba asfixiando y todo a su alrededor se estaba quemando incluso ella, excepto el corsé que llevaba puesto. 

La escena era trágica, pero al mismo tiempo poética: debía ser sólo un sueño. Mentalmente yo luchaba entre la visión y la realidad. Lo que estaba presenciando superaba cualquier límite de las posibilidades humanas. Cerré y abrí mis ojos una y otra vez, me pellizque, sentí dolor. Era absurdo, tenía que ser una pesadilla. En un ínfimo instante las imágenes se desvanecieron, salí corriendo con todo y el corsé puesto hasta tropezar con el señor Soler, que me había estado buscando, y detrás de él, la señorita Blanch. Cuando me vio usando el corsé, inevitablemente me preguntó de dónde lo había tomado, estaba tan asustada y agitada que no me salieron las palabras, sólo señalé en dirección a la habitación. Isabel mencionó que seguro lo había encontrado en el cuarto de las cosas que habían rescatado del incendio. Se acercó a mí y me dijo al oído sutilmente: si tú no le dices a nadie de donde lo tomaste, yo tampoco: ¡es tuyo, puedes llevártelo! Me estremecí, apenas me salió un tímido gracias. El señor Soler, que sabía de mi gran pasión por los objetos y prendas antiguas, supuso que para mí representaba un gran regalo. Nos despedimos de la señorita Blanch y salimos del teatro, no quería ni tocar el corsé, temía ser víctima de nuevo del horror que había vivido. Darío no me dijo nada sobre él, al fin y al cabo era una niña, ¿y qué niña no se siente fascinada al usar las finas prendas de una mujer? 

De camino a casa le pregunté sobre el incendio del recinto. Me contó que en 1902 el Teatro Principal había sido consumido en llamas hasta quedar entre cenizas y escombros. En aquel tiempo una compañía de zarzuela se presentaba, y habían tenido función justo la noche anterior al fuego. Pregunté si sabía la causa y si hubo muertos o heridos, Darío afirmó que nunca se supo a ciencia cierta la causa del siniestro, ni si alguien había perdido la vida. Me dijo que algunos aseguraron que había sido cosa del diablo, otros especularon que había sido producto de un atentado, pero que la versión oficial fue que había sido a consecuencia del olvido de una vela en un camerino.  

Cuando llegué a casa mi mamá me esperaba, en cuanto me vio puesto el corsé, supuso que había sido otro de mis hallazgos. No hizo preguntas, simplemente me pidió que me lo quitara. Por obvias razones no lo hice. Ella creyó que se trataba de un capricho, así que me tomó por la espalda y me lo quitó bruscamente, mientras yo gritaba ¡no lo toques, no lo toques, está maldito!… A lo que me respondió: ¡maldita estás tú con tus historias! Al ver que al quitármelo no había pasado absolutamente nada, traté de convencerme de que lo que había vivido había sido sólo un invento mío. Al día siguiente mi mamá lo lavó y lo colgó justo detrás de mi puerta para que no se maltratara. Pasé días sin cerrarla, no quería ni verlo, pero al mismo tiempo tampoco quería desahacerme de él. Por algo había entrado a esa habitación, por algo había sentido esa electricidad y ese escalofrío. Si bien el encuentro había sido terrorífico, el corsé era bellísimo y al final un obsequio fortuito. 

Esa fue la primera vez que presencié el oscuro y trágico pasado de uno de los objetos que he atesorado durante años. Jamás volví a ponerme el corsé, ni siquiera en una ocasión que Leonel lo encontró en el armario y me lo pidió. Esa misma noche decidí bajarlo al anticuario, sin la más mínima intención de venderlo, simplemente quería que lo admiraran, quería contar otra historia. A la gente le decía que esa hermosa pieza de seda le había pertenecido a las hermanas Blanch y que Isabel me lo había regalado, lo cual era hasta cierto punto verdad. Decir que lo habían usado ellas, le daba más valor. Hubo quienes me ofrecieron mucho a cambio, sobre todo varios fanáticos de las actrices. Jamás pude deshacerme de él. El corsé me pertenecía y su dueña a Lerendipia. Con el tiempo el anticuario se volvió su nuevo escenario por el que danzaba.  

Desde aquel día en el teatro he pasado mi vida entre murmullos, zumbidos y náuseas. Entregada a mis visiones, hablando sola porque jamás me acostumbré al silencio, llenando los espacios vacíos con palabras, con historias… Es curioso, ahora los espacios vacíos son lagunas mentales donde mis recuerdos son trozos revueltos que apenas puedo retener en mi cerebro. 

Mi muerte se acerca, lo sé, no tengo miedo, desde hace mucho tiempo he sobrevivido al espanto y a mis presagios. 

***

Terminé de leer la carta temblando y con lágrimas inundando mis ojos. Recordé que cuando era niña me encantaba jugar entre los espejos de Lerendipia porque siempre veía a una bailarina. Realmente no tengo memoria de su rostro si es que alguna vez lo vi, pero estoy segura que tenía el cabello largo y ondulado. La recuerdo con collares de perlas, guantes translúcidos, una falda larga hecha de tul u organza y un corset victoriano color negro. Hace mucho tiempo que no la veo, pero supongo que sigue aquí, recuperando la vida que perdió. 

La máquina de escribir (II): la carta es la décima entrega de la serie Lerendipia.
PRIMERA ENTREGA: ROSENKRANZ
SEGUNDA ENTREGA: LAS CHINAS POBLANAS
TERCERA ENTREGA: LERENDIPIA
CUARTA ENTREGA: EL ESPEJO
QUINTA ENTREGA: EL VELIZ
SEXTA ENTREGA: LA JAULA.
SÉPTIMA ENTREGA: EL RELOJ.

OCTAVA ENTREGA: LA CÁMARA.
NOVENA ENTREGA: LA MÁQUINA DE ESCRIBIR.

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