La nostalgia por el Hollywood clásico

Hace tiempo que veníamos cocinando desde la redacción este especial de cine como reverencia perpetua al Hollywood que perdimos.

Naturalmente se asoma gente como Billy Wilder, Joseph L. Mankiewicz y Frank Capra, aunque no son los únicos en desfilar por estas líneas.

Eva al desnudo; Joseph L. Mankiewicz

Eva al desnudo (All about Eve) es una verdadera joya de 1950, escrita y dirigida por Joseph L. Mankiewicz (La condesa descalza, 1954; Cleopatra, 1963) y protagonizada por en la icónica actriz Betty Davies. La gran diva, que nunca se sintió especialmente bella, destilaba, sin embargo, una confianza plena sobre su capacidad y rango interpretativo, y una personalidad avasalladora, por lo que se desenvuelve cómodamente en éste rol que conseguía espejear con inteligencia su verdadero sentir, y ponía el dedo sobre la llaga de su preocupación más aguda: la pérdida de la juventud y, con ella, la de los papeles protagónicos que su talento le merecían. Al punto que mujer, actriz y personaje se funden en un mismo sentimiento de terror: dejar de estar vigente en el despiadado mundo del espectáculo, sin cabida para mujeres mayores de cuarenta años, seguidas de una generación de bellas jóvenes pisando sus talones para quedarse con los mejores papeles. Tema álgido abordado con un humor ácido y sobre todo a través de interpretaciones destacadas, que se centra en la lucha a muerte entre dos actrices de teatro, una madura Margo Channing —Davies— y una joven Eva Harrington —Anne Baxter—, que despliega la adulación, el engaño y finalmente, la traición, y nos invita como espectadores a sumergirnos en el enigmático mundo tras bambalinas de Broadway, para conocer los ardides y situaciones que se desatan diariamente al caer el telón. Con un manejo hábil del argumento, entreteje las situaciones por medio de suspenso e intriga, de tal forma que la atmósfera incierta del filme nos envuelve, brindándonos momentos exquisitos, construidos a partir de elaborados diálogos entre las protagonistas. Eva al desnudo, ganadora del Óscar a la mejor película en su año, consiguió elaborar una crítica aguda y certera al sistema de estrellas, contando con la participación de grandes figuras de su tiempo, como George Sanders y Celeste Holms, además de presentar en un pequeño papel a una debutante Marilyn Monroe. En definitiva es una historia que nos hace reflexionar sobre la inevitable ley de la vida, en la que el paso del tiempo se presenta cruel e imparable. Asimismo, nos convierte en testigos de la fama y la gloria y, a la vez, de la caída, la decadencia y el olvido.  

Some Like it Hot; Billy Wilder

En la que probablemente sea una de las escenas más entrañables del cine clásico, en un plano medio, momentos antes de subir a un tren, Jack Lemmon le dice a Tony Curtis que Marilyn Monroe camina como si tuviera una especie de motor incorporado. Lo interesante es que esto sucede mientras ambos huyen de las garras de la mafia de Chicago disfrazados de mujer, en el contexto de la Ley seca. Ya es de sobra conocido —especialmente tras la referencia de la celebrada y vilipendiada a partes iguales Blonde, de Andrew Dominik— que el rodaje Some Like it Hot fue todo un tormento, entre otras cosas por la inestabilidad emocional de Monroe, misma que le impedía memorizar los guiones y provocó que tuviera no pocos desencuentros con Billy Wilder. Dicho todo esto y pese a que no alcanza las cuotas de grandeza de The apartment —la consagración definitiva del tándem Lemmon-Wilder—, soy de los que defiende que estamos ante uno de las mejores comedias de la historia. Sobra reparar en los diálogos cuando se trata de Wilder y el infravalorado I. A. L. Diamond, pero no está de más decir que estamos ante un repertorio plagado de ocurrencias, aforismos, frases y gags para la posteridad, envueltos en un montaje trepidante. En fin, comedia ágil de otro tiempo que vulgariza y cuestiona las convenciones sobre la homosexualidad, el travestismo y el machismo bajo una desmesurada capa de ironía e irreverencia. Olvídense de Niagara y el famoso vestido ceñido, el mito erótico de Marilyn Monroe se cimentó bajo los versos de I wanna be loved by you. Me va a disculpar Wilder, pero la perfección sí existe.

El mago de Oz; Victor Fleming

Surreal, colorida e icónica, con su poderoso estilo clásico se sumerge en el abismo de las inseguridades más comunes de la infancia. Película de culto en la actualidad, en un principio se pensó como una cinta para niños que resultó ser en realidad un bizarro viaje cinematográfico musical para adultos, mientras Hollywood se confesaba embelesado ante un discurso exótico y aterrador. El mago de Oz (1939) narra las andanzas de Dorothy, (inolvidable la leyenda Judy Garland) cuando un tornado la lleva de su natal Kansas hasta la tierra mágica de Oz, donde hará equipo con un espantapájaros, un hombre de hojalata y un león cobarde, para enfrentar brujas y desenmascarar magos en su intento por volver a casa. Dirigida por Victor Fleming (el mismo año presentaba Lo que el viento se llevó (1939), nada más) El mago de Oz empieza y termina en melancólicos tonos sepia, con una realidad diegética triste y aburrida, despegando con la poesía de Over the Rainbow y finalizando de forma ambigua, ante una Dorothy confundida despertando de un “sueño”. Es en el desarrollo de la trama donde se desata la locura: el uso del Technicolor explota como nunca en el encuadre, con una puesta en escena cargada de color y elementos fantásticos que dan la sensación de poder tocarse. Considerada Memoria del mundo por la UNESCO (junto con Los olvidados (1950) de Buñuel y Metrópolis (1927) de Fritz Lang), El mago de Oz se basa en la obra del escritor L. Frank Baum, un libro que se queda corto ante el despliegue de la imagen fílmica: el clásico por excelencia del cine musical de Hollywood, se ha ganado un lugar dentro de la cultura pop con infinidad de referencias, parodias y homenajes. Desde funcionar como maridaje audiovisual para el disco Dark Side of the Moon (1973) de la banda Pink Floyd, hasta plagios desfachatadamente estéticos como los de Tim Burton y su Charlie y la fábrica de chocolate (2005), El mago de Oz trasciende el tiempo con su mensaje subyacente sobre los miedos del ser humano, mientras hipnotiza con su armonía visual pletórica de colores encendidos. 

La ventana indiscreta; Alfred Hitchcock

La mirada es un elemento clave en la fotografía. Al concebirse como arte, la fotografía compone y rearticula la realidad. En este sentido, el lugar desde el cual se observa el mundo influye en su lectura e interpretación y es, precisamente, el rol de la mirada, uno de los elementos más significativos del filme La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock,1954). Un fotógrafo periodístico que, por un infortunado accidente, se encuentra sometido al estatismo provocado por una pierna enyesada, observa, desde la quietud de su departamento, el edificio habitacional situado frente a él. Tanto el protagonista como el espectador del filme comparten el mismo punto de vista: una ventana, a través de la cual, observan todo aquello que ocurre afuera. El protagonista observa las rutinas, frustraciones, encuentros y riñas de sus vecinos. Es allí, en ese mosaico de pequeñas intimidades, donde ocurre un suceso. El evento, terrible por su sugerencia, no se presenta de manera explícita, tanto el protagonista como el espectador del filme tan sólo poseen elementos aislados, recabados por aquello que puede verse desde un par de binoculares y un objetivo gran angular. De acuerdo con la manera en que se organicen, estos elementos podrían formar parte una narración extraordinaria, producto de una imaginación ávida de emociones ante el brutal tedio generado por el estatismo o bien, de un hecho real. Desde la ventana, el protagonista, observa la gramática de gestos de sus vecinos: ademanes, expresiones faciales, disputas cuyas palabras concretas no se distinguen con certeza; así como la posibilidad de acceder a la vida de quienes creen estar aislados por la aparente privacidad del hogar. El mundo, desde esta ventana, se presenta de manera fragmentada sin por ello perder capacidad de evocación, por el contrario, ofreciendo las piezas suficientes para crear historias. En este sentido, La ventana indiscreta muestra que aquello que está frente a nosotros de manera tan evidente puede, en efecto, poseer un significado, incluso una identidad, muy distinta a la que se cree y así como la fotografía ofrece una lectura de la realidad, el lugar desde el cual se observa, incide en la manera de descifrar el mundo. 

¡Qué bello es vivir!; Frank Capra

En casa conocí a James Stewart a través de sus protagónicos en La ventana indiscreta (1954) y Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Daba por hecho que era un actor de historias de suspenso y que había nacido viejito. Pero esa percepción cambió en cuanto apareció en el mapa visual y emocional ¡Qué bello es vivir! (1946). Allí se nos muestra joven en su personaje de George Bailey, un hombre que mantiene un pequeño banco familiar que se sostiene por su buena voluntad. También se resiste a ser arruinado por un codicioso y poderoso banquero que no tiene saciedad en sus intereses capitalistas. La vida de George sufre un revés cuando desaparece una gran cantidad de dinero del banco en Navidad, suceso que lo lleva a pensar en el suicidio. Sin embargo, un ángel aparece en su camino para hacerle saber que su presencia es importante para su familia y la comunidad de Bedford Balls. Sin duda, un lindo cuento navideño. Pero va más allá. Capra hace de esta película un potente mensaje esperanzador a la sociedad estadounidense que todavía no se reponía de la Gran Depresión y ya empezaba a sufrir el periodo de posguerra. Toda vez que la realidad era abrumadora para la población, la pantalla grande y sus ficciones fueron una puerta para escapar hacia otros universos que les hicieran olvidar la desdicha o la desilusión, o en todo caso verlo desde otra perspectiva menos cruda. No obstante, Capra emplea el cine como una ventana para humanizar bajo un manto de esperanza y así procurar al espectador un aliciente para retornar al mundo real con una nueva oportunidad de no claudicar ante los duros golpes económicos y anímicos de la época. En plena tristeza social realizó un filme tan lleno de belleza y lenguaje cinematográfico que parece una reflexión distante del tiempo en que fue rodado, lo cual no es así. Eso habla de la sensibilidad y visión que tuvo como director para plasmar en el momento justo un discurso preciso sobre una de las principales inquietudes que tienen los grandes cineastas: la condición humana en instantes de crisis.

Los magníficos Ambersons; Orson Welles

Los magníficos Ambersons es una película dramática del año 1942, dirigida por Orson Welles y basada en la novela homónima escrita por Booth Tarkington. La historia empieza en 1873, en Indianápolis, presentando la vida en la mansión de los Ambersons, desde los ojos de afuera. La familia sobresale en el pueblo por los lujos y artificios. El abuelo (Richard Bennett), hombre de negocios, pone su fortuna a disposición de su descendencia. Su hija Isabel (Dolores Costello), una joven risueña, excéntrica y decidida, rechaza a su noble pretendiente Eugene Morgan (Jhosep Cotten) y elige a un chico más discreto, Wilbur Minafer (Don Dillaway). Esta pareja tiene un solo hijo, George Ambersons Minafer (Tim Holt), el único nieto Ambersons y el terror principesco del pueblo debido a una sobrecarga de amor de parte de la madre. Pasados los años, Isabel hace un baile a la Ambersons, invita al nunca olvidado Morgan y a su hija Lucy Morgan (Anne Baxter). El consentido George se interesa por Lucy e intenta impresionarla con su altivez. Entre la charla el comenta que, aunque estudie, no le interesa la universidad ni su lado profesional, porque simplemente no cree sacar provecho de la vida en eso y, a sabiendas de que el padre de Lucy es uno de los precursores del automóvil Georgi, demerita su invento. Se dice que este filme no fue apreciado por Welles debido a los múltiples cambios surgidos en producción. Si bien se vuelve interesante la incursión del automóvil en los años 20 y el giro que se da respecto a la forma de percibir el mundo, al mayor de los Ambersons todo le pareció estar cambiando, puesto que a pesar de sus esfuerzos materiales su mundo parecía desvanecerse sin dejar rastro; incluso él y su nombre. Las mascaras que juegan los personajes están bien interpretadas; son agradables y trágicas a la vez. El amor y sus portales con casualidades son la parte esencial de esta trama. Cinta clave para entender la repercusión del Hollywood clásico.

The party; Blake Edwards

Imagínate trabajar de extra en una de las producciones más caras del cine por allá los años sesenta y te echan por patoso. Has sido tan mal extra que te han largado como a un perro sarnoso y encima resulta que eres tan despistado que no te has dado ni cuenta. Cuando por algún error administrativo que tu mente no alcanza a comprender te invitan a cenar a casa del tipo que ha hecho que te despidan tú te presentas con tus mejores galas, pero tus dotes de conductor son tan malos que aparcas en un sitio del que no puedes ni salir y se te queda uno de tus mocasines —que te salió carísimo— lleno de un pegote negro que parece lefa de motor. Sea como sea, no puedes dejar que tus anfitriones, a los que les importas tres rábanos porque no saben quién cojones eres ni porque hablas con ese peculiar acento indio pese a ser Peter Sellers y haber nacido en Southsea, Portsmouth (sí, sí, amigos, en Inglaterra, donde el té y el curry), te vean con el zapato lleno de ese pringue asqueroso y espeso al pasearte por su casa. Estás tan obsesionado con el dichoso manchurrón que decides mojar la puntita del mocasín en esa fuente tan cara de la entrada, una fuente esculpida por encargo con unas corrientes tan fuertes que podría llegar hasta a considerarse un afluente del Amazonas. Pierdes el zapato y este se va zumbando como una piragua hasta el centro de la fuente, surcando cada pequeña catarata con bravura, tan concentrada en su destino final que ni se fija en el camarero borracho que está a tu izquierda, preguntándote si quieres el último Martini que lleva en la bandeja o puede tomárselo él. Como tú tampoco te has dado cuenta de la presencia de este monigote apinguinado con cara de beodo, se la rechazas por pura ignorancia, y él lo toma como una pequeña victoria —otra pal gaznate—. A partir de aquí estás descalzo y tienes que lidiar con ello, con una expresión de pasmarote digna del mejor jugador de póquer de todos los tiempos, porque claro está, si supieras el jaleo que está a punto de armarse porque te has enamorado de la única mujer simpática de la sala —cabe decir que el resto de ellas se comportan como estatuas griegas—, te habrías largado de ahí sin pestañear. Aún así, por amor haces lo que sea y no te importa sentarte en un taburete y dejarte golpear por la puerta de la cocina, cosa que tampoco es tan terrible cuando la sopa de pescado no está fría. Sabes perfectamente que el hecho de que la sopa de pescado esté fría solo puede significar una cosa: esta fiesta es un puto muermo, pero la puta sopa quema. Quema que no veas. Casi tanto  como si fuera carnaval. Ufff. Uffff. 

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