Lecturas de enero (III)

Enero se eternizó, pero por suerte de ahí emergió un compilado de lecturas propuestas por la redacción purgante que coquetean decididamente con la nostalgia, la melancolía, el desencanto y el estupor.

El rock de la cárcel; Jose Agustín

Treinta y cuatro años después de publicada la primera edición de El rock de la cárcel (1990), su longevo y prolífico autor pasó a mejor vida estando postrado sobre su cama en la casa que tantos años le dio resguardo allá en Cuautla. Sólo entonces no había podido más, pero, al menos, había largado su último suspiro entre rocanrol y cariño. Sobre el mencionado libro en un principio, a propósito de una relectura caprichosa y enérgica, sin pausas, puedo encomendar a quienes no tienen el gusto de haber leído al maese que inicien con el viaje aquí, pues desentraña con frenesí y una elegancia distante sus desproporcionadas vivencias con una transparencia que otros, sin temor a equivocarme, podrían no salir bien parados al jugar este juego. Diría que no hay manera de estropearlo ni contando de qué se trata, pues usted, lectora o lector, hallará de donde sostenerse para emprender el viaje. Podría dejarse transportar por el lenguaje que brinca entre los sonidos de la cotidianidad y los conceptos de diccionario, o bien, treparse al impasible andar de un joven escritor que fue en contra de todo y sirvió así de guía identitaria para hacer frente a La Literatura del Oficialismo. Habrá de sorprenderse, también, por las mayúsculas farsantes, las palabrastodasjuntas y la lucidez que daba para reconstruir un viaje en alucinógenos, o, por qué no, para salir bien librado de una situación fuera de onda. No hay mucho más que pueda decir que deveras haga justicia. Acaso nos queda avanzar, no quedarnos estancados, seguir adelante hasta rompernos la cara.

Las pequeñas virtudes; Natalia Ginzburg

Resulta pertinente decir que la historia sentimental e intelectual de Natalia Ginzburg, una de las voces más singulares de la literatura italiana de la posguerra, está estrechamente vinculada con la época de esplendor de la editorial Einaudi, de la que también emanan otras deidades liprepensadoras y antifascistas que exigen reverencia, como Italo Calvino y Cesare Pavese. De este último Ginzburg tejió un perfil que se sustenta a partir de un «recuerdo estremecedor y bellamente sostenido», que debería opositar a convertirse en la biografía especulativa de cabecera para reivindicar la figura del solitario de las colinas, con el que no solo coincidió en la crepuscular ciudad de Turín, sino con el que compartió el estupor de descubrir que incluso de los lugares más nebulosos podían emerger los versos más hermosos. Además del sentido homenaje a Pavese, Las pequeñas virtudes está compuesto por otros diez ensayos publicados en revistas y periódicos de otro tiempo, en los que Ginzburg habla sobre su vida en el exilio bajo el feroz invierno de los Abruzos, ante la persecución política de la que fue objetivo su marido, el intelectual de origen judío Leone Ginzburg; el arte de aprender a caminar con los zapatos rotos; los elogios y los lamentos que le provocó Inglaterra, acaso el país más melancólico del mundo; el oficio de escribir como ese animal que se alimenta y crece en nuestro nuestro interior; y las pequeñas virtudes —que no las grandes— como el mito fundacional del sistema educativo. Es curioso que en el prólogo del libro la autora nacida en Palermo advierta sobre la poca uniformidad de estilo entre los textos, cuando todos ellos transcurren claramente, como nuestra suerte, en «ese alternarse de esperanzas y nostalgias».

Los destrozos; Bret Easton Ellis

“Comprendí hace muchos años que un libro, una novela, es un sueño que pide ser escrito igual que uno se enamora: el sueño se vuelve irresistible, es imposible hacer nada al respecto, al final te rindes y sucumbes por más que tu instinto te diga que salgas corriendo porque eso va a acabar siendo un juego peligroso: alguien saldrá malparado”. Este es el primer párrafo de la más reciente obra de Ellis, famoso por haber sido el enfant terrible de las letras estadounidenses en los 80 y 90 y ahora un vestigio de otra era que no necesariamente ha alcanzado la edad madura con gracia, quejándose absolutamente por todo y refunfuñando cada que puede, acerca de que todo tiempo pasado fue mejor. Será por eso que ficcionaliza su último año de bachillerato en Los Ángeles (donde nació en 1964) en esta novela, que resulta como un platillo seductor en la foto del menú, que al probarse, no tiene sal. 1981: Bret tiene 17 años y es alumno de Buckley, una escuela privada de élite, que ofrece la mejor educación a los hijos Gen-X de los ricos y ociosos de Beverly Hills. Pertenece a un círculo exclusivo, al que todos quieren entrar, pero es muy difícil. Excepto para el chico nuevo de la clase: Robert Mallory, cuya aparición entre ellos, como gato en el palomar, desencadenará una tragedia. Mientras en la vida de Bret y sus amiguitos se desarrollan intrigas sexuales que dejan a los legendarios Brenda Walsh, Kelly Taylor y Dylan McKay como parvulitos (aunque palidecen ante las escenas nihilistas/hedonistas descritas por el propio Ellis en Menos que cero, hace 40 años), la ciudad se estremece de pavor porque un asesino en serie al que apodan “El Arrastrero”, anda por ahí, torturando y asesinando a niños de oro de California de manera grotesca y cruda (aunque no tan inspirada y superbestia como las aventuras del ínclito Patrick Bateman en American Psycho, que tanta controversia causó). Después de Glamorama (1999), su gran ballena blanca literaria, la carrera de Ellis ha dado tumbos. Su última novela brillante es la angustiosa Lunar Park; por lo que es entendible que hubiera menos expectativas puestas en Los destrozos, que comienza con una persuasiva sensación de ansiedad, pero alcanza las 500 páginas para llegar a lo que el autor pretende hacer pasar por un clímax, pero solo deja la vaga frustración postcoital que queda después de un reencuentro fallido, si bien cuando Ellis hace algo mediocre, es infinitamente mejor que el trabajo de cualquiera de sus imitadores (que fueron muchos en algún tiempo y aquí en México queda un par por ahí todavía, aunque ya sean cuarentones).

Stoner; John Williams

Stoner es la apoteosis de la novela estoica y de la metaliteraria, pero, además, detrás de la historia de un chico granjero que cambia su origen rural por una vida dedicada a la academia, existe una obra sobre la profunda condición humana enfrentada del ocaso del Ser y de su mocedad más insipiente. Al inicio de la obra maestra de John Williams, William Stoner ha muerto. Se realiza una ceremonia desganada y, más bien, hecha por mero compromiso antes que por genuina remembranza hacia el difunto. Ahí se despliega la gran idea de la novela: los colegas de Stoner, quien no sentían una profunda estima por él, se reflejan en su excompañero, se ven, quizás, como los siguientes en la lista de caducidad de la vida; contemporáneos a él, saben que el inexorable destino los espera pronto. Por otro lado, los jóvenes alumnos, que se ven forzados a acudir al evento, ven a William Stoner como alguien que no tiene nada que ver con ellos, ni con su vida personal ni profesional. Stoner es el vaivén del tiempo, un espejo que refleja la juventud: sus ánimos ingenuos, sus exacerbadas ambiciones y una muerte que, pareciera, solo se puede encontrar en una guerra, así como la crueldad de la vejez, de atravesar el camino solo estando destinado al, a veces, más inmediato olvido. En la introducción de la edición de nryb Classics, John McGahern habla sobre la originalidad de la novela en su marco histórico, pero también dentro de la misma obra de su autor. McGahern señala a Stoner como la novela más personal de Williams y la que evoca mayores tintes autobiográficos. Cabe resaltar la reflexión de McGahern sobre las cuatro novelas que escribió Williams durante su vida: (Solo la noche [1948], Butcher’s Crossing [1960], Stoner [1965] y Augustus [1973]) respecto a lo increíblemente diferentes que resultan entre sí, dando incluso la apariencia de que fueron escritas por cuatro autores distintos. Pero que ciertamente, Stoner resulta ser la más reconocida y relevante de su grupo.

Espectros de cine en Japón; Rafael Malpartida

En 1998, la colisión de cine y literatura provocó que un nombre brotara de las sombras: Sadako. El escritor japonés Koji Suzuki había publicado su novela Ringu (1991) a principios de la década, pero sería la adaptación cinematográfica de Hideo Nakata el detonante de aquella oleada conocida como J-horror. Cineastas como Takashi Shimizu y Kiyoshi Kurosawa aportaron, en su momento, tremendos trabajos al género, espacio donde maestros como Kaneto Shindō y Masaki Kobayashi ya habían entregado obras maestras años atrás, también fruto del choque siempre fascinante del celuloide y los libros. Espectros de cine en Japón (2014), de Rafael Malpartida Tirado, se dedica precisamente a desmenuzar el cine de horror japonés, desde la época silente hasta los clásicos modernos, con la tecnología y la tradición delineando el miedo más inquietante. Así, el lector conocerá las diferencias entra la literatura detectivesca de Ringu y su contraparte fílmica, como una historia de venganza fantasmal; se adentrará en el estudio de espectros, gatos y criaturas de la nieve, mientras pasea entre los castillos de Tanaka, las tétricas casas de Shimizu y las aguas oscuras de Nakata, con todos los simbolismos explicados de forma puntual por el autor. Kuroneko (1968), House (1977), Pulse (2001), Kwaidan (1964) y Ghost of Kasane (1957) desfilan en sendos ensayos que hilvanan cine y letras, con fotografías y posters de los filmes que se abordan, además de presentar un completísimo diccionario de películas sobre horror japonés, con descubrimientos alucinantes. Aquella segunda mitad de la década de los 90, marcada también por el regreso del slasher norteamericano, con Scream (1996) y su secuela, representa un instante inolvidable en la historia del cine de terror, con Ringu destacando en el Festival de Cine Fantástico de Sitges y desbordando su siniestra humedad por todo el orbe, estimulando el interés por Japón, dueño de uno de los bestiarios más extensos de todas las mitologías. Rafael Malpartida, especialista en las relaciones del cine y la literatura, es estudioso también del trabajo de Yasujiro Ozu y Akira Kurosawa, por lo que resulta un soberbio guía en la oscuridad que vigilan fantasmas y criaturas orientales, muchos de ellos parte ya de la cultura popular del terror. Espectros de cine en Japón disecciona filmes mientras desglosa el J-horror, permitiendo entender un fenómeno que se ha extendido despiadado al cómic y los videojuegos, igual que los cabellos putrefactos de la escalofriante Sadako, analogía del kegare japonés y su condición malvada.

El viento entre los pinos; Malena Higashi

El libro que tengo a un costado mientras escribo estas líneas evoca aquello que considero importante: la pausa y la determinación, un camino de vida o Dô. El viento entre los pinos, de Malena Higashi, lo he disfrutado, estudiado y releído cuidadosamente. Es un recorrido tranquilo y minucioso acerca del camino del té y ofrece valiosas enseñanzas. Me he encontrado con diferentes puntos que considero imprescindibles y poéticos, como reaprender a respirar, renovar sentimientos y la escritura que revela el carácter de cada uno, entre otras cosas. Este ensayo es una lección para frenar en este atolondrado mundo y apreciar la belleza. A través de una prosa poética, nos adentra en la intimidad de la ceremonia del té y es una guía excepcional debido a su atención al detalle y respeto a la práctica.  Es toda una metáfora al Dô para seguir el deseo, porque la intuición lo marca el corazón.

Absolución. Canciones de Rafael Berrio

El cantautor donostiarra Rafael Berrio murió por un cáncer de pulmón en los inicios del 2020. No os voy a engañar, yo descubro su existencia, paradójicamente, hace un par de semanas. Desde entonces escucho cada día su música, me acompañan en mis rutinas cotidianas sus letras inteligentes, irónicas, un tanto canallas, plagadas de guiños literarios. Lector compulsivo, Influido en la música tanto por Lou Reed y Jacques Brel como por Bowie, Brassens, el tango o los boleros de Los Panchos. Ecléctico, bohemio, enfant terrible, verso libre, Rafael Berrio, autor de culto, secreto exquisito que se va compartiendo de boca en boca. Para nuestra suerte, la prestigiosa editorial Comares nos regaló a finales del 2020, en su colección de poesía La Veleta, una recopilación de sus canciones más importantes y queridas, pergeñada con mimo por Jonás Trueba. Himnos como «Dadme la vida que amo», «Simulacro», «Niño futuro», «Saturno», «Mis amigos», «La alegría de vivir», «Cómo iba yo a saber» y muchos otros temazos geniales y rotundos, compuestos a lo largo de más de cuarenta años de carrera. Absolución, el libro de canciones de Rafael Berrio, es un complemento inmejorable para adentrarse o profundizar aún más en la obra de un autor mítico, diferente, auténtico, imprescindible.

Poeta chileno; Alejandro Zambra

El espacio donde me encontraba se colmó con la sensación ambigua de tristeza y felicidad al concluir la lectura de Poeta Chileno, de Alejandro Zambra. No supe si volver a leerlo de inmediato o dejar que descansara para poder sentirlo con claridad. La novela, la más extensa del escritor chileno avencindado en México, está dividida en cuatro capítulos, y tersa sobre la historia de Gonzalo, joven santiaguino que aspira a ser poeta en la tierra de la poesía y de Vicente, el hijo de la mujer a la que amó durante su adolescencia. Existe un hilo conductor a través de toda la historia, y no solo es el devenir de estos personajes, sino la presencia permanente la coexistencia de la familia y las letras. El acompañamiento en el sentir chileno de la poesía, sus mitos, los tótems, la visión y sentir de las piezas complejas de este intrincado motor que es la palabra escrita. El narrador (¿omnisciente?) nos acompaña a través de cuatrocientas veintiún páginas en las que el lector puede converger no solo con los personajes y su historia, sino con el latir de las palabras. “Dicen que eso es la felicidad: nunca sentir que sería mejor estar en otra parte, nunca sentir que sería mejor ser alguien más. Otra persona. Alguien más joven, más viejo. Alguien mejor”. Quizá, solo quizá, la poesía es la felicidad, ya que siempre está en el momento adecuado en la mirada de la persona adecuada.

Fiat Lux; Paula Abramo

En hebreo, yehi’or no es solamente un mandato para que se haga la luz, también es la forma en la que se arroja el alumbramiento. Sin duda, lo anterior está contenido en la locución latina: fiat lux, que le da título al poemario de Paula Abramo. La cual, a su vez, está inspirada en el diseño de una cajita de cerillos. Objeto elemental desde donde se desprenden todos los poemas del libro. Mismos que funcionan como un fragmento íntimo y un testimonio crítico, mediante el cual se narran encarcelamientos, migraciones y luchas políticas. Iluminando de esta manera toda una genealogía de voces, que resplandecen a través del tiempo. Allí, donde “Bórtolo juega a las cartas” o una “(Falsa) Frontera” dibuja el límite entre las palabras y aquello que nombran. Sin embargo, mis poemas favoritos son los que, buscando un momento, terminan por expresar toda una época, como es el caso de “Presidio político Maria Zélia 1935” y “Estoy aquí para combatir las epizootias”. Al final, la sintaxis, los juegos de palabras, las incursiones furtivas del latín y la memoria de Fulvio Abramo componen un discurso poético sensacional.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *