Don Gregorio lleva en la mano derecha un papel arrugado escrito de su puño y letra. Mira de lado y se persigna justo enfrente en la Iglesia de Santiago Apóstol, en el centro del pueblo.
Las palabras y su destino

Don Gregorio lleva en la mano derecha un papel arrugado escrito de su puño y letra. Mira de lado y se persigna justo enfrente en la Iglesia de Santiago Apóstol, en el centro del pueblo.
Por: Luna Medina Demarco Nadie quiere estar lejos mío, tenerme lejos, pero pocxs se bancan estar a mi lado.
¿Cómo algo tan aparentemente escueto –y hasta ordinario, alcanzando lo nimio– puede cuantificar al ineludible titán Cronos, aprisionándole como el Tártaro alguna vez lo había hecho, de donde nunca pudo escapar, como tampoco escapó A. Ruthar Elbiar?
Mientras conduce, asimila la imagen del caballo agonizante a la muerte de un ser mitológico, de algo que participa de la esencia divina. Tal vez es la misma percepción que los indígenas de las regiones árticas podían tener del reno.
No necesitaba tus besos en mis hombros; mucho menos tu sonrisa los domingos.
No hay motivo específico para convertirse en carterista. William S. Burroughs robó carteras durante su adicción al caballo, aunque no creo que el mamón que ha asaltado el camión del trabajo se vaya a convertir en un hito literario.
Creía que el miedo a la muerte era el sentimiento más primitivo que había experimentado, pero sin duda el pavor a la desaparición era mucho peor.
No todos los días conoces a tu escritor más admirado, ni te tomas una cerveza –o tres– con él a escasas cinco cuadras de la Fuente de Neptuno.
Cada saludo es recuerdo de esa incógnita permanente, del café jamás servido, de la cita no sostenida.
Lo que la escritora Clarissa Pinkola Estés menciona como salvaje femenino no es más que la divinidad femenina, ese lado de la mujer que ha sido hecho a un lado, ridiculizado o incluso perseguido.
Nos han presionado para encajar en modelos de mujeres que no existen; como si ser nosotras estuviera mal; como si las historias de vida que tenemos no fueran dignas de ser apreciadas o contadas.
No me falta nada, me sobras tú.
Siempre, a pesar de todo, encuentro la manera de sobrevivirme.
Porque te apiades de esta persona que te ama como nadie te amará en tu vida.
En casa debe haber más souvenirs que comida en la heladera. Desde los 15 años, cada cierto tiempo (veinte o treinta días, aproximadamente), agarro uno sin que nadie lo note y lo tiro al basurero.
Una teoría que tengo es que, tal vez, si miras allá arriba lo suficiente, allá donde las nubes nacen, te pueden salir alas. Aún no la he comprobado, sigo en eso.
Cuanto más las pienso, más se clavan, y si las dejo volar por mi cuarto como partículas, me siento huérfana de palabras.
Quedé en ese callejón con la única compañía del frío; un compañero que, por más abrigo de piel que tengas, te dará una caricia que te llega a los huesos.
Todo colisiona al afán del tacto.
Me deseo con todo mi ser. Con toda mi sed de deseos del mundo.