Foto: Ricardo López Si.

Lecturas de junio

Marginados, disidentes, escritoras malditas, banderas de la literatura, poetas confesionales y cronistas de ficción se erigen como los grandes protagonistas de las lecturas de junio, el grito de guerra de la redacción purgante.

Hace mucho que no me lo pasaba tan bien. La escatología solo está al alcance de quienes saben utilizarla, y nos encontramos ante el más grande, “solo otro freak en un mundo de freaks”. El gran búfalo pardo, un hombre que fue inmortalizado por Hunter S. Thompson en Miedo y asco en Las Vegas y después desapareció sin dejar rastro en los mares del Caribe. Un hombre que sufría de úlceras y mal de amores pero jamás se amedrentó ante el dolor y la vergüenza. Un hombre que vomita más que come. El Hombre, un mito solo equiparable a los gigantes de Rabelais, pozos sin fondo con una filosofía digna de seguir. De no ser por Dirty Works jamás hubiera sabido que también era escritor. ¡Y qué escritor! Nada que envidiarle a viejos verdes como Bukowski o Henry Miller. Acosta, con su procedencia chicana es el mayor representate de la cultura americana, un tipo sin pudores y con muy pocos pelos en la lengua, marginado por las clases altas y la élites étnicas, se construyó a sí mismo como uno de esos personajes

Esta obra editada por Hiperión nos regala un especial homenaje a la gran poeta estadounidense Emily Dickinson. Se trata de una colección de 55 poemas, uno por cada año que la autora vivió, acompañados de su respectiva traducción, bajo la pluma del poeta mexicano Alberto Blanco. La poesía, pienso, es el único género literario que no debe de traducirse, pues más allá del temor de ver alterada su lírica y ritmo, puede perder lo más sagrado de la narrativa poética: su esencia y sentido emocional. Por fortuna, los poemas de Emily son muy breves y, a pesar de haber sido escritos hace más de dos siglos con un vocabulario muy distintivo de la época, su esencia no se ve afectada, ni siquiera por la evolución del lenguaje. Blanco logra una buena traducción en medida de lo posible, respetando su peculiar puntuación y característico estilo e intentando por sobre todo mantener el espíritu de su creación poética. El traductor también le dedica 40 poemas a Dickinson, resaltando sus obsesiones y recurrencias narrativas, donde la nieve, el tiempo, el silencio, las sombras, los anhelos, la vida y la muerte protagonizan los versos que se inmortalizan en el papel de poeta a poeta.

Tras embarcarme en la lectura de Limónov, de Emmanuel Carrère, no pude dejar de advertir ciertos paralelismos con el registro que más tarde emplearía Frédéric Beigbeder —también francés y más o menos contemporáneo— a la hora de abordar la biografía novelada, o mejor dicho, el homenaje novelado. Resulta muy conmovedor descubrir cómo Carrère se aproxima a la figura de Eduard Limónov, el epítome del disidente, con el entusiasmo del adepto y el rigor del periodista, sin renunciar a formar parte activa de la historia. Como cabría esperar, hay momentos de deslumbramiento y otros tantos de un desencanto fulgurante. Limónov, se sabe, encarnó todos los trajes posibles: poeta underground, ladrón de poca monta, dandy, vagabundo, mayordomo, guerrillero proserbio, exiliado, escritor traducido, prisionero y fundador del Partido Nacional Bolchevique. Por eso el libro puede ser clasificado como literatura de no-ficción, novela de aventuras o ensayo de consulta para rusófilos nostálgicos. Géneros aparte, estamos ante una lectura absolutamente apasionante. 

«Es la historia que quiero contar: cómo empecé a emborracharme. Lo complicado, cada vez más, que era emborracharme, y lo imposible que me resultaba no estar borracha. En términos homéricos, yo quería ser una heroína, pero acabé- igual que mi madre-convertida en un monstruo». Así comienza el brillante relato de Iluminada, de Mary Karr. Borrachera tras borrachera, y su consiguiente resaca, estamos ante una historia brutal, animal, hilarante, burbujeante, chispeante y demoledora. Mary Karr reflexiona sobre cómo consiguió ser una mujer y cómo salió adelante cuando su madre intentó matarla siendo una niña. Con una desbordada agudeza intelectual, relata una historia de abusos, adicciones y perdición; agudeza que, dicho sea de paso, solo se aprende en los bares y haciendo autostop. En el libro, la escritora americana se sincera ante su hijo pequeño. Una confesión que nos hace perdonarnos por seguir estando vivas.

Llegué a Experimentos con la verdad, de Paul Auster, gracias a una venta de bazar —que más bien fue una venta de cajuela— realizada por un amigo y que, gracias a una modiquísima cantidad de pesos, me dejó varias piezas de la obra austeriana, la cual sólo conocía por Tombuctú, Fantasmas y —mi consentida— Mr. Vértigo. En Experimentos con la verdad se reúnen pequeños textos, ensayos y algunas entrevistas a Auster, en donde podemos conocer algunos de los recovecos de su obra, de las ideas y situaciones que dieron origen a sus más grandes novelas y personajes, y —por encima de todo— las peculiares situaciones a las que debió enfrentarse durante su proceso de construcción literaria, la cual comenzó como poeta, pasando por las etapas de traductor y guionista de teatro, hasta convertirse en uno de los personajes emblemáticos, no sólo de la literatura de Estados Unidos, sino mundial de las últimas décadas. Yendo contra el oficio de los soberbios —el cual, según ella, es lo que significa dar un consejo—, la argentina Leila Guerriero decía: “Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca”. Si alguien se encuentra en el limbo, en esa crisis e incertidumbre propias de no saber si buscar un trabajo más o menos bien remunerado o lanzarse a la aventura de la escritura —aceptando con ello, incluso, morirse de hambre—, tal vez no esté de más decir que Experimentos con la verdad sea un buen consuelo; un antídoto; la fuerza necesaria para tomar la decisión: querer ser Paul Auster. Querer escribir como Paul Auster. Saber que no lo seremos nunca.

Siguiendo el singular estilo de Arriaga, guionista de las películas mexicanas Amores Perros, 21 gramos y Babel, Salvar el fuego es una apasionante novela, llena de contrastes, envuelta en la cruda realidad del México contemporáneo. Marina, una acaudalada coreógrafa y bailarina, se enfrenta a una encrucijada: continuar con su vida privilegiada, a la que tuvo acceso en una sociedad mexicana clasista, o encontrar su liberación interna al dar rienda suelta a su pasión reprimida. Con la familia ideal, su propia compañía de danza y una cómoda posición económica, Marina se enfrenta al desafío de encontrar su propio fuego comprometiendo el mundo burgués que le da acceso a toda una vida predilecta. Por otro lado, José Cuauhtémoc es un asesino que cumple una condena en prisión por matar a su padre, un renombrado intelectual indígena. Sus raíces y el odio sembrado en sus entrañas hacia la raza blanca, aquella que arrasara con los pueblos indígenas en tiempos de la conquista, lo llevó a un intento de empoderamiento para sus hijos que terminó por convertirse en una vida de maltratos familiares. José Cuauhtémoc encuentra la liberación de su padre a través del fuego —en el sentido literal. Ambos personajes viven una improbable historia de amor que envuelve la violencia, liberación, pérdida y redención. Salvar el fuego es una obra verdaderamente inquietante y fascinante, digna ganadora del premio Alfaguara.

Sin duda ha sido una grata sorpresa descubrir la novela Todo Nada, de Brenda Lozano. En primer lugar, porque escapa a los clichés en los que tantas veces caen las historias que se proponen contar la relación entre un abuelo y su nieta. Aquí no existe ningún esquema preestablecido. La narración comienza en el encuentro de dos cosmovisiones: la del doctor Nassar y la de su nieta. Unidos por el cariño pero también por las pérdidas. No por nada, me parece elemental cómo los personajes de la novela se enfrentan al dolor desde el rincón íntimo de las palabras. Por ejemplo, cuando Emilio le cuenta a su nieta sobre la muerte de su hijo, encontramos la resistencia que se plantea ante la ausencia. Los capítulos breves me parecen de una belleza tremendamente poética. Y junto con la historia, componen el paisaje de una relación familiar que permanece en el tiempo del recuerdo.

Con el uso de varias voces y un lenguaje que da lugar a la confusión y a la ambigüedad, Pierre Lemaitre nos deleita con un thriller gore. Sophie es una treintañera que huye de su pasado oscuro a toda costa: primero deja atrás su profesión para trabajar como niñera de una familia muy acomodada; luego, tras un terrible crimen del que ella es la primera sospechosa, cambia de identidad y vive en varios barrios periféricos. Las terribles muertes que se suceden no tienen explicación alguna y tienen lugar en medio de olvidos y despistes que se agudizan paulatinamente. Un libro con un lenguaje común, bien enhebrado, para disfrutar aun sin saber exactamente qué está pasando, aun hasta llegar a un explosivo final.

La poesía tiene que ver con hacerle decir al lenguaje lo que normalmente no dice. Hay poemas -y poemarios- que parecen no tener inicio, ni tampoco final. No es, entonces, falta de consistencia o algo decidido al azar, sino todo lo contrario: es una decisión deliberada, provocada por la escritura misma y por la exploración dentro de los vericuetos del poema, de cada uno de los versos. Existe una constante -duda, certeza o comportamiento- dentro de Oratorio (Vaso Roto Ediciones), de María Negroni (1951): ¿qué será o qué es la escritura?, ¿cómo funciona?, ¿de qué manera puede ser esto o aquello calificado como escritura?, ¿cómo se escribe la escritura? Y dice la poeta, en un par de versos: “La escritura se escribe / contra la escritura”, como si la escritura fuera una especie de arma y escudo que funciona al mismo tiempo contra sí misma y para ayudarse, también, a sí misma. Es todo ausencia y presencia, y nada finaliza ni inicia: no hay puntos seguidos ni finales, si acaso comas que brindan ritmo espaciado a la lectura. No se trata de buscar sentido, pues el deambular por lo escrito va proporcionando un encuentro disforme a concordancia con las páginas que van sucediéndose, como si fuéramos parte omnipresente de ese espacio escrito que existe, aunque no exista, que se escribe en contra de la escritura misma. El lenguaje funciona a pesar de cualquier cosa. Es música, es una melodía distante. Es (¿o somos?) la oscuridad que somos / la oscuridad que fuimos.

El enfrentamiento entre una banda de asaltantes y la policía, ocurrido a mediados de los años 60, es el “pretexto” que nos permite adentrarnos en la ágil y estremecedora crónica de Ricardo Piglia. Esta historia novelada (hubo demanda de por medio), considerada por algunos como la versión latinoamericana de A sangre fría, es sin duda una muestra de la habilidad del escritor argentino para desarrollar poco a poco y de una manera metódica una trama que no por conocida deja de sorprendernos. Llevada al cine por Marcelo Piñeyro en el año 2000, el estilo narrativo un claro ejemplo de la corriente del “nuevo periodismo”, que nos hace plantear la pregunta sobre la frontera entre la ficción y no-ficción. Piglia, tras una exhaustiva investigación, arma un relato trepidante que nos lleva a los motivos (si existen) que el ser humano tiene para justificar una conducta que transgrede tanto la justicia como la ley natural de respeto a la vida.

Me ahogué, alguna vez, leyendo 2666. La primera vez, para ser exactos, aunque la segunda también. Volví a abrirlo, otearlo, abordarlo en un vago y derrotado intento por desentrañarlo, y perdí: perdí porque siempre se pierde. Que te guste Bolaño es como que te guste Tarantino: está ahí, pero no por disponible, comercial, reiterado o común se vuelve simple su lectura. Los críticos, los feminicidios, Amalfitano, Lalo Cura, el lector. El lector es uno, el lector está fuera, el lector está dentro: el lector es parte indisoluble de ese compendio de guamazos que es, en sí mismo, 2666: no hay arte sin público, no hay libro sin lector. Pinche mazacote. La primera vez me derrotó, para ser exactos, aunque la segunda también. Me ahogó, además. 2666 es póstumo, diríamos: se pensó como un conjunto de libros, cinco, que, quizá reunidos después, a la distancia, fuesen capaces de formar una suerte de historia uniforme. O quizá no. Al final fueron mil doscientas páginas reunidas en un ladrillo. Cuando lo abra me volveré a ahogar. Me pidieron una sinopsis, pero no puedo: 2666 es otra cosa, un cubetazo para ahogarse, cuando menos. Un guamazo. Un disparo. Un salto de fe. Un algo. Lo leí por segunda vez, me ahogué por segunda vez. Algún día, lo tengo clarísimo, volveré a ahogarme.

Acercarse a la pluma de Abril Romero es adentrarse hacia nuestro yo interno, ese que habita en cada uno de nuestros sentimientos y pensamientos de la cotidianidad —aquellos que nos hacen cuestionar diferentes cosas de la vida. Romero es una bloguera que interroga y abraza al lector, lo hace partícipe de sus aventuras del pasado, presente y lo prepara para el futuro. Una escritora que busca la catarsis mediante la unión de otras autoras, porque la resistencia en tiempos de pandemia debe persistir y estar más que presente. «Las ventajas de que te lean un texto sobre el coqueteo», «Un hueco en el corazón en forma de gato», «El amor siempre se cuenta», entre otros textos de su blog, terminan por juntarse en su libro: Niñxs de los noventa (Editorial Dreamers, 2021), que expresa el sentir de toda una generación. Romero la cuestiona, la juzga, la alaba, la conmemora y la compara con los tiempos modernos; por lo tanto, es un viaje contagioso, entretenido, desolado en momentos y una reflexión íntima que busca la tranquilidad hacia la esperanza de un futuro sostenible, mediante referencias sociológicas y unipersonales.

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